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Actualizado: 21 de octubre de 2025


Pepe entró en su casa de puntillas, abrió despacito, por no despertar a los que dormían, encendió la vela que a prevención dejaba Leocadia en una palomilla del pasillo, se entró a su cuarto y se acostó, pensando en los sucesos e ideas que le interesaban, en aquel recelo que le inspiraba su hermano, en el cariño que tenía a sus padres y en las complicaciones que temía.

No; era un fusil porque el Magistral lo acercaba a la cara y hacía con él puntería. Bismarck respiró: no iba con su personilla aquel disparo; apuntaba el carca hacia la calle, asomado a una ventana. El acólito, de puntillas, sin hacer ruido, se había acercado por detrás al Provisor y procuraba seguir la dirección del catalejo.

Y siempre entonces tenía Lucía algo que hacer, ir de puntillas a ver si seguía durmiendo Ana, ver si habían puesto de beber a los pajaritos azules, preguntar si habían traído la leche fresca que debía tomar Ana al despertarse: siempre tenía Lucía, cuando Pedro y Sol podían quedarse solos, alguna cosa que hacer.

Hecha esta operación, comenzó el tío Frasquito a desprenderse de sus accesorios componentes para meterse en la cama; mas antes, en puntillas y ya en mangas de camisa, hizo un tercer viaje de exploración a la puertecilla sospechosa; el vecino parecía tranquilo y el tío Frasquito emprendió el viaje de vuelta, dando largas y sigilosas zancadas, y tarareando muy bajo, con pueril satisfacción, aquello de Las Hijas de Eva: Tranquila está la venta, No se oye ni un mosquito...

De tu conducta depende mi prudencia. ¡Hemos concluido! Cada cual cumplirá su obligación. ¡Abur! Y Pepe, andando de puntillas, se metió en su cuarto.

Se levantó temblando, se acercó de puntillas y quitó las ropas: la puerta estaba cerrada y tenía el pasador echado; pero... ¿podrían abrirla desde la parte opuesta? Mejor dicho: ¿podría Juan entrar por allí? «No me acuesto», pensó; y volviendo a sentarse en la butaca, dejó pasar unos minutos, que le parecieron siglos.

Mostraba entre las puntillas de la camisa sus pobres pechos de tísica, que apenas si se destacaban con ligera hinchazón sobre el mísero costillaje. Era una criada que había dado a luz una niña; una pobre bestia de trabajo convertida en madre por el capricho momentáneo del señorito. La chaquetilla de señora que le servía de abrigo en el hospital era tal vez la única recompensa de su caída.

Era Butrón, el respetable Butrón, que entraba de puntillas, con el dedo sobre los labios, haciendo gestos de que nadie se molestara, y yendo a sentarse en la silla que, no obstante su susto y su entripado, se apresuró a cederle Villamelón, al lado de Currita.

Don Juan ¡parece mentira que sea el hombre capaz de tal perversidad! aprovechó la ocasión, se acercó de puntillas a Cristeta, y arrojándose en sus brazos dijo en voz muy queda, casi, y sin casi, pegando los labios a la linda oreja de su amada: Perdóname, no lo que me hago. Lo grave fue que, en lugar de desasirse en seguida, siguió agarrado a ella.

Le veía apoyado en la pared de enfrente, cerca del cafetín, de puntillas algunas veces para dominar mejor el agitado río de cabezas que en corriente interminable atravesaba la plazuela, y lanzando al balcón de Amparito miradas de inmensa desesperación, que ella... ¡la ingrata! decía que eran de cordero degollado.

Palabra del Dia

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