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Actualizado: 20 de junio de 2025


Amparo ejecutó el decreto materno empujando a Chinto por los hombros a las tinieblas exteriores del portal, y Chinto resignado optó por acostarse. Lo único que sentía confusamente era no poder ver a la muchacha un rato. Ahora le entretenía casi tanto mirar a Amparo, como antes contemplar la rueda del amolador y la bahía.

A los balcones de su piso de la calle del Arenal estaban ya asomados desde hacía más de dos horas los criados, la cocinera, las dos doncellas y el criado. En cuanto divisaron el coche se apresuraron a bajar al portal y los recibieron humildes, agasajadores.

La plazuela estaba solitaria y el rojo ambiente del incendio hacía más lóbregas las calles inmediatas. Algunos chuscos arrojaban en la hoguera manojos de cohetes, que salían como rayos, culebreando su rabo de chispas, arrastrándose de una pared a otra y remontándose en caprichosas curvas hasta la altura de los balcones, para estallar con estampido de trabucazo. Los municipales no veían los cohetes, pues al fijarse en el aire matón de la chavalería que los disparaba, permanecían metidos en el portal, sordos y ciegos. Andresito pensaba que si alguno de aquellos rayos baratos le pillaba en su sitio, no le dejaría ganas en una temporada de ser frailecito blanco y llorar los desdenes de su hermosa; pero permaneció inmóvil. Irse de allí era renunciar a su venganza.

La mujer con quien hablaba tendría unos cuarenta años de edad; era alta, corpulenta, y aunque bastante descaecida, todavía conservaba en su rostro señales de una belleza superior. Vestía un traje modesto de merino negro, como la mayoría de las que pasan por señoras en los pueblos chicos. Levantose al oír esto, salió al portal e invitó al joven a subir con ella.

En dicho portal, bastante espacioso para que entraran por él las enormes carrozas de su primitivo señor, tenía su establecimiento un memorialista, secretario de certificaciones y misivas; y en el mismo portal, un poco más adentro, estaban los almacenes de quincalla de un hermano de dicho memorialista, que había venido de Ocafia á la Corte para hacer carrera en el comercio.

Le estrechó un momento la mano y desapareció dentro del portal, oscuro y profundo como un sarcófago. Salvador permaneció un rato en la puerta, mirando al hueco oscurísimo que se había tragado a su dama de aquella noche, y murmuró estas palabras: ¡Pobre señora!... sin duda está loca.

Cuando soñaba con huir en su compañía al fondo de un retiro dulce y ameno, siempre era bajo el supuesto de seguir confesándose con él y subir al cielo juntos. Si la carne hablaba dentro de su ser, o no la escuchaba, o fingía no escucharla, engañándose a propia. Al llegar a la mansión del sacerdote, ordenó a su doncella que la aguardase en el portal: no tardaría en bajar. Llamó toda temblorosa.

Millán llevaba adelantados a Pepe dos meses de jornales; fue preciso deshacerse de cuanto tenía algún valor; el reloj de don José, el de Pepe y varios cubiertos de plata se malvendieron a un platero de portal; el dueño de la lonja de ultramarinos amenazó con no seguir fiando si no le entregaban algo a cuenta, y llegadas a tal extremo las cosas, aun se resistió Leocadia a empeñar una sortija de poco precio, que Pepe la regaló en tiempos más felices.

Tona, después de vestirme yo tiritando de frío y sin conciencia cabal de lo que hacía, me sirvió un canjilón de café que acabó de espabilarme; y cuando bajé al portal, vislumbré, a la opaca luz de un farol que tenía Chisco en la mano, la negra silueta de don Sabas, a caballo en su jaquita rucia, que no me era desconocida, así como el espelurciado jamelgo que casi me metió el espolique entre las piernas para abreviarme la operación de montar en él.

Tomola este por una de las infinitas personas, de aspecto decente, que iba a pedir limosna a la marquesa, y le dijo: «¡Qué bonita es usted, prenda!». Puede juzgarse cómo estaría su espíritu, cuando este ultraje apenas le hizo impresión. En el portal estaba Alonso y un hombre muy gordo, el cual al pasar la miró con atención picaresca. Ambos le hicieron un frío saludo.

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