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Actualizado: 15 de mayo de 2025
No, no... Usted ya no puede ser mi confesor y levantando repentinamente la frente, pálidas las mejillas, los ojos secos y brillantes, donde se pintaba una resolución extrema, siguió: Sé muy bien, padre, que mi vida entera está destinada a llorar... Sé también que después de esta vida me espera quizá una eternidad de tormentos. Pero la desesperación no cuenta los tormentos ni teme nada.
Ganando siete reales por once horas de trabajo, era una sedienta de ideal; y acostumbrada al lenguaje de las madres sin ventura, de las mártires del amor, de todas aquellas señoras pálidas, ojerosas y vestidas de blanco que saludaba en las obras favoritas, hablaba en la intimidad con cierto sabor sentimental de novela por entregas.
Bien pronto vinieron las confidencias, y como su amiga le envidiase mi amor, ella respondió: «¿Crees que le amo? no, condesa; pero me choca y me enternece; me da miedo y me divierte. ¡Qué pálidas resultan las lamentaciones de un héroe de novela al lado de su desesperación! porque, querida mía, cuando el pobre muchacho llega al capítulo de sus disgustos pasados, llora con lágrimas de verdad y, ¿lo creerás tú? me conmuevo» añadió riendo fuertemente.
Ella recordaba confusamente el cuadro de la habitación mortuoria, el túmulo negro, el Cristo de plata; alguien la había levantado en alto, y ella vio entonces, en el ataúd, una forma larga, cubierta desde la cabeza hasta los pies con un paño blanco; sólo aparecían las manos, traídas por encima del paño, horriblemente pálidas y tiesas. Pero no le parecieron las manos de su padre.
Entonces, aquel río de furias desgreñadas, aquellas turbas harapientas, atajaron el paso al coche, y sobre las magníficas faldas de las damas, pálidas de sorpresa y medio muertas de miedo, comenzó a caer en lluvia pastosa y sucia el barro arañado de entre los adoquines o cogido en las socavas de los árboles; y empezaron a silbar por el aire trozos de cascote, escuchándose los rugidos de las amotinadas, que vociferaban: ¡Mueran los ricos!
Estaban cerradas todas las puertas; el gabinete envuelto en las tintas pálidas del ocaso; los brillos de las sedas y el relucir de los metales amortiguados por la creciente sombra; la luz escasa parecía aumentar las distancias robando la forma a los objetos, y la mancha negra del ropaje del cura junto a la esbelta figura de Margarita, parecía absorber toda la claridad que penetraba por el ancho hueco del balcón.
María seguía orando en el cuarto de su madre. Las luces pálidas de la aurora sorprendiéronla todavía de rodillas con la mirada puesta en el cielo. Las hachas de cera, que ella misma había cuidado de colocar en torno del lecho mortuorio, ardían melancólicamente, rompiendo con su cruda luz amarilla la tibia claridad que envolvía la estancia. Nadie osaba distraerla de su devota meditación.
A la mañana siguiente, cuando Lucía fue a despertar a Pilar, retrocedió tres pasos sin querer. Tenía la anémica la cabeza enterrada de un lado en las almohadas, y dormía con sueño inquieto y desigual; en las orejas, pálidas como la cera, resplandecían aún los solitarios, contrastando su blancura nítida con los matices terrosos de las mejillas y cuello.
Como si le hubieran arrancado la máscara de despreciativa y soberbia dureza, sus pálidas mejillas, sus labios entreabiertos y sus ojos extraviados expresaban el dolor, el miedo, el remordimiento, un sentimiento que Ferpierre no podía aún precisar, pero que sin duda era muy penoso. ¿Lo siente usted?... ¡Debe usted amarlo mucho!
Pasado el último, dejamos á la espalda una pequeña eminencia que da entrada á una bellísima cañada sombreada por miles de cocos, entremezclados de cañas, baletes y madre-cacao, cuyas verdes cimeras entrelazaban aquella vegetación virgen con las flexibles lianas, salpicadas de pálidas campanillas de la sampaca y del jazmín silvestre.
Palabra del Dia
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