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Actualizado: 26 de junio de 2025


¿A ti no te pesa que me vaya, Martita? dijo mientras se dibujaba en su rostro cierta sonrisa melancólica. ¡Si es tu gusto!... respondió la niña sin levantar la cabeza. ¡Dale con el gusto! Ricardo no tenía ya ningún deseo de marcharse. Estaba furioso contra mismo por haberlo solicitado. De buena gana lo echaría todo a rodar... Pero no dijo una palabra de lo que pensaba.

Cuando le pareció que se hallaba en su punto, la partió en varios trozos, y tomando un rollo de madera se puso a modelarlos con gran cuidado. Ricardo preguntó con timidez. ¿Me dejas que te ayude, Martita? No sabes. Me dirás lo que debo hacer, y bajo tu dirección marchará bien el negocio. ¡Ahora me adulas! Bueno, consiento en ello, pero lávate las manos.

En la primera iban, entre otras personas distinguidas, las dos señoritas de Delgado con su hermana la viuda, que iba autorizándolas con su presencia; las de Merino con su hermano Bonifacio, el más complaciente de todos los hermanos; tres o cuatro oficiales de la Fábrica, don Mariano, don Máximo, Martita y Ricardo.

El hilo daba vueltas entre sus dedos, apretando suavemente las flores. El ramillete iba tomando una forma piramidal bien proporcionada. Ricardo, al dirigir la vista al cestillo, vio unos geranios de color rojo extremadamente vivo y exclamó: ¡Oh qué geranios tan hermosos!... Este color tan vivo debe convenirte muy bien, Martita... Ponte uno en el pelo...

Martita, ¿qué te pasa?... ¿Qué tienes? le preguntó todo asustado, bajándose para verle el rostro. Nada, nada..., déjame. ¿Pero por qué lloras?... ¿Te he lastimado?... ¿Te he ofendido?... No, no..., déjame, Ricardo..., déjame, por Dios. Y levantándose del banco echó a correr en dirección de la casa, limpiándose los ojos.

¡Parece la habitación de un palacio encantado!... Aquí estarían mejor que nosotros un moro con turbante blanco y una odalisca cubierta de brocado y pedrería... ¡Qué juegos de luz tan caprichosos!... Espera un poco, Martita, ponte aquí frente a este rayo de luz roja... ¡Si vieras qué semblante tan particular tienes ahora!... Pareces una gitana..., una hija del desierto.

Desde el día en que se enfadó, Martita no volvió a preguntarle por el traslado; pero todos al entrar en casa le dirigían una mirada penetrante y ansiosa, queriendo leer en su rostro alguna noticia. Como no la había, la niña se tranquilizaba, tornando a la obra, que rara vez dejaba de tener en las manos. Ricardo tampoco hablaba para nada de partir.

Todo lo que había pasado era un sueño, pero, a su parecer, ni el grito ni los labios tibios y húmedos que sintió posarse en su frente eran imaginarios: no podía convencerse de eso. ¿Qué era aquello? ¿Qué había pasado? Estuvo algunos instantes contemplando a Martita mientras coordinaba torpemente las ideas. Al fin, se decidió a dirigirle la palabra.

Eres una gran mujer, Martita decía Ricardo con la boca llena . Se te puede comprar al peso, y eso que no debes pesar poco, a juzgar por las señales de que no quiero hacer mención porque no me llames pesado... En cuanto vea a Manolito López le diré que no piense en otra mujer si quiere ponerse gordo y rollizo (que buena falta le hace)... Si a me cuidas de ese modo, ¡cómo le cuidarás a él!... Basta, basta, Martita, no me pongas tanto dulce... quieres, por lo visto, que pille una indigestión aquí en secreto... Está bien ese pavo: merece los honores que le he hecho...

Al entrar don Mariano en la habitación, Martita sintió una sacudida, y levantándose de pronto arrojose en sus brazos sollozando fuertemente. Estaba salvada. Los amigos de la casa lograron a fuerza de instancias que don Mariano y Martita se retirasen a descansar unos instantes, mientras ellos se pusieron a dictar las medidas oportunas para la conducción del cadáver y funeral.

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