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No, hermana mía; es necesario que te resignes con gusto, agradecida al Señor, por el favor que me ha dispensado... Serás buena siempre, ¿no es verdad?... Consuela a papá... No olvides aquellas oraciones que te he dado, ni dejes de leer los libros que te dije... Ven a oír misa todos los días... Procura siempre ser formal y humilde... ¡Ah!, no; Martita no procuraría, no procuraría.

Después, repentino y asombroso alejamiento; unos ojos que no le miraban, unos labios que no le hablaban, unas manos que no le estrechaban... ¡Ah, , todo lo vio, todo lo comprendió! Levantose bruscamente del sofá y acercando el rostro al de Marta, le dijo en voz dulce y cariñosa, pero con inocente petulancia: No lo niegues, Martita, acabas de darme un beso.

Sin embargo, cuando ya me iba, me llamó y murmuró: Te quiero mucho, hermanita. La noche de ese mismo día noté en cierto momento que parecía sonreírse interiormente. Papá también lo notó, porque aquello no era usual, y, tomándole la cabeza con las manos, le dijo: ¿Qué te ha ocurrido, Martita? ¡Estás hoy fresca como una flor!

Me parece que debe de estar en la habitación de la señora. Se encaminó hacia allá. A la puerta misma del cuarto de doña Gertrudis encontró a Marta, que salía de evacuar sin duda algún encargo de su madre. La niña, que aun llevaba el geranio rojo en el pelo, así que le vio dirigiole una sonrisa dulce, con señales de hallarse avergonzada. ¿Estás enfadada todavía, Martita? le preguntó en voz baja.

La niña levantó el rostro, que estaba encendido y turbado. ¿No acabo de dar un grito? Martita se turbó y encendió aún más, y apenas pudo responder con voz temblorosa: No..., yo no he oído nada. Ricardo la miró fijamente y con asombro. ¿Por qué se ruborizaba aquella chica? Estaba soñando, pero juraría que he dado un grito... y juraría también, ¡qué cosa tan extraña!, que me has dado un beso.

Hecha la empanada, fue la misma niña a meterla en el horno, y siguiendo una piadosa costumbre tradicional de aquella tierra, se santiguó y rezó un padrenuestro, para obtener resultado feliz. ¿Sabes una cosa, Martita? ¿Qué te pasa? Que con estos olores de cocina y el trajín de la dichosa empanada, se me ha despertado un apetito más que regular. Pues mira, eso comiendo se quita. Ven conmigo.

Al llegar a este punto de la operación apareció Ricardo. Marta levantó la cabeza al oír los pasos y la bajó rápidamente para continuar su obra. Te andaba buscando, Martita. ¿Para? Para nada..., para verte... ¿Te parece poco? Si no es más, me parece poco, . ¿Acaso no quieres que te vea? No digo eso..., pero como no hace aún veinticuatro horas que has estado en casa...

Oye; acerca un poco la cara. ¿Sentirías mucho que el mar fuese poco a poco subiendo y llegase a cubrirnos? Ricardo se estremeció levemente. Echó una mirada en torno y observó que el agua empezaba a cerrar el istmo que unía la peña a la costa. Los ojos de Martita, cuando volvió el rostro hacia ella, brillaban con fuego malicioso y singular. Vámonos, que ya estamos casi cercados de agua.

Sus nervios habían estado en tensión harto tiempo y empezaba a sentirse acometido de una languidez muy próxima al desmayo. Levantó un poco la cabeza para convencerse de que aun podía moverse y echó una mirada a Martita, que seguía en la misma actitud; pero no tardó en dejarla caer nuevamente. Parecía que le sujetaban contra su voluntad y le tenían allí reclinado, sin permitirle menear un dedo.