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Actualizado: 29 de junio de 2025
María-Manuela abrió instantáneamente y le llevó por la mano, sin decirle palabra, hasta una salita donde había un sofá y cuatro sillas de paja, una consola con sus correspondientes caracoles de mar encima, espejo resguardado de las moscas por una gasa, algunos cuadros en litografía representando la historia de Hernán Cortés y D.ª Marina y en el centro una mesilla cubierta con tapete de hule.
Mientras tanto, Soledad corría por las calles de Cádiz y llegaba á casa de su amiga Paca. No quiso ir á la de María-Manuela por razones de delicadeza fáciles de apreciar. Además, aunque ruda de inteligencia, ésta no había dejado de advertir que las bromas y chicoleos que su amante usaba ahora con Soledad tenían sabor distinto que antes.
Oye tú, guasón interrumpió María-Manuela con acento irritado, ¿quieres callarte ya ó te estrello este vaso en las narices? Antonio se detuvo, paseó una mirada en torno y dijo bajando la voz: Ya lo ven ustedes, sólo la idea de que se sepa que le he besado la mano pone fuera de sí á la pobrecilla. ¡Aguarda, arrastrao! exclamó exasperada la morena abalanzándose á él.
Sin embargo, avergonzada aún de lo que había pasado entre ambas y quizá también á causa de un cierto rencorcillo que no había podido arrojar de sí, renunció á pedírsela. Resolvió ir á casa de María-Manuela, y partir al día siguiente en el tren.
Pero al volver la cabeza cesó repentinamente la alegría del majo al observar que María-Manuela estaba haciendo lo mismo con Antonio. Quedó repentinamente serio, no porque la bravía morena le hubiese tocado en el corazón, sino por la insolencia de Antoñico. Á pesar de los últimos reveses seguía tan puntilloso y delicado. Murmuró un juramento y se acercó de nuevo á la maga.
Justamente éste acababa de recitar el conjuro que le había enseñado María-Manuela. Al oir el golpe de la puerta, no imaginando que fuese la suya, sino la del vecino, tomólo por feliz agüero que venía á coronar la escena amorosa que acababa de pasar. Una sonrisa de beatitud dilató su rostro y quedó plácidamente dormido.
Pero aún más contribuía á turbarle la repetición solemne del nombre de su querida, hecha en voz baja, como una evocación misteriosa y dulce. Así que cuando la maga le dijo con afectada majestad: «En esas siete cartas está escrito tu porvenir» sintió un escalofrío y quedó inmóvil y pálido. María-Manuela volvió las siete cartas, colocándolas en fila, siempre de derecha á izquierda.
Quiero más sentarme aquí que á la diestra de Dios Padre. Soledad se encogió de hombros con desdén y murmuró: ¡Tardaba ya mucho! Estaba inquieta desde que Antoñico se había acercado á María-Manuela. Sus ojos se clavaban coléricos en ellos y querían pulverizarlos. Las palabras temblorosas de Velázquez le parecían un ruido molesto, la ponían aún más nerviosa.
Cuando, á los pocos instantes, llamada por Joselito, salió Soledad del aposento, el señor Rafael, Pepe, Frasquito y hasta la misma Paca y María-Manuela cayeron sobre él, afeándole su conducta. «¡Aquello era un escándalo! ¡una vergüenza! ¿Cómo toleraba semejante insolencia? Ningún hombre que tuviese dignidad se dejaba sopapear de una mujer.
Las aceptó por buenas, rió, lo echó á broma y pidió que no se hablase más del asunto. Pero en su pecho ardía la cólera y no esperaba más que un pequeño agujero para salir rugiente y abrasadora. Soledad y María-Manuela se habían sentado de nuevo bajo la parra, que formaba en verano fresco y deleitoso túnel.
Palabra del Dia
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