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Sin embargo, la despedida de Antonio y María-Manuela y las palabras secretas que entre cruzaron, habían despertado en su espíritu sospechas de que estaban citados para aquella noche. Más por curiosidad que porque la traición de la rústica morena le llegase al alma, en vez de tomar el camino directo de las Barquillas, hizo un pequeño rodeo para pasar por delante de la casa de aquélla.

¿De veras, chiquillo? De veras, María-Manuela. Toma una caña por la gracia. Venga la caña. Velázquez echó al aire el contenido, lo recogió con singular destreza y lo vació después en la boca sin perder una gota. ¡Eso sabrás hacer, desaborío! exclamó María-Manuela. En mis buenos tiempos sabía algunas cosas más manifestó el majo limpiándose con calma los labios. Pronto has venido á menos.

No tardaron en agruparse de nuevo, pero no alrededor del columpio, sino del banco que ocupaban debajo de la parra Antonio Robledo y su querida, Soledad, el señor Rafael y su sobrino. La disputa había aparecido al fin. Rara vez dejaba de haber guasa cuando Antonio y María-Manuela se hallaban reunidos en público.

Velázquez, aunque fingiese despreocupación y se riese de agüeros, guardaba, como buen andaluz, un fondo supersticioso. Trastornado ahora por su pasión además, juró de buena fe que creía en la virtud de las cartas y los ensalmos, y se manifestó dispuesto á seguir ciegamente cuanto María-Manuela le ordenase.

Escucháronse las notas dulces de la guitarra y poco después llegó á sus oídos una soleá entonada á media voz por un hombre. ¿Quién está ahí? preguntó Manolo. Los de siempre. ¿Y quiénes son los de siempre? Pues la reunión; ¿no los conoces? Pepe de Chiclana, María-Manuela, Paca la de la Parra, Antonio, Frasquito y su tío el señor Rafael. ¿Y en el otro cuarto? Marchantes que juegan al rentoy.

Finalmente, tranquilizáronse los ánimos y otra vez reinó la concordia y la alegría. El señor Rafael volvió á tomar la guitarra y soltó una serie de coplillas chuscas y picarescas que hicieron brincar de gozo á los alegres compadres. Velázquez y María-Manuela, sofocados por el calor, se habían acercado á la ventana y respiraban la brisa frente á la bóveda estrellada del cielo.

Hasta la vieja Cardenala se arrancó por panaderos con un comerciante vecino casi tan antiguo como ella. La novia, rendida ya, jadeante, se empeñaba, no obstante, en bailar sola, sin hacer caso de María-Manuela que le advertía con empeño de que no lo hiciera, porque se bailaba con el diablo. Mercedes, la madrina, un poco excitada por el vino, quería que Velázquez bailase con ella.

¿Sabes por qué te he conocido? No. Pues por esos pies menuditos que Dios te ha dado y que no tienen pareja. ¡Bah! dejó escapar la joven con indiferencia. María-Manuela, que deseaba vivamente la reconciliación de los amantes, oyéndoles hablar, dijo algunas palabras al oído á su amiga, y ambas se separaron bruscamente de Soledad, dejándola sola.

Esto tenía inquieta á la esposa de Pepe de Chiclana, porque conocía las pésimas condiciones del sujeto. Deploraba lo que podía suceder, no sólo ya por Soledad, sino también por María-Manuela, á quien igualmente estimaba.

Llevada á feliz término esta obra de caridad y de elocuencia se subió al columpio. Mientras Velázquez iba de grupo en grupo haciendo penar á mocitas y casadas con sus palabras, humildes y desdeñosas á un tiempo, y el atractivo de su elegancia, Manolo Uceda se había acercado al de Soledad y María-Manuela. Quiso entablar conversación aparte con la primera, pero no pudo conseguirlo.