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Naturalmente la pellejería de doña Ramona, se resentía ya y empezaba a perder crédito y marchantes con la retirada de Currito. Las malas lenguas del lugar daban por causa de esta retirada el sobrado empeño de Currito en vigilar y celar a doña Ramona, aislándola de todo pretendiente, y el amor de ésta a la libertad y su indómito aborrecimiento a todo linaje de tutela.

Luis muestra la más viva gratitud a Antoñona, sin cuyos servicios no poseería a Pepita; pero esta mujer, cómplice de la única falta que él y Pepita han cometido, y tan íntima en la casa y tan enterada de todo, no podía menos de estorbar. Para librarse de ella, favoreciéndola, Luis ha logrado que vuelva a reunirse con su marido, cuyas borracheras diarias no quería ella sufrir. El hijo del maestro Cencias ha prometido no volver a emborracharse casi nunca; pero no se ha atrevido a dar un nunca absoluto y redondo. Fiada, sin embargo, en esta semi-promesa, Antoñona ha consentido en volver bajo el techo conyugal. Una vez reunidos estos esposos, Luis ha creído eficaz el método homeopático para curar de raíz al hijo del maestro Cencias, pues habiendo oído afirmar que los confiteros aborrecen el dulce, ha inferido que los taberneros deben aborrecer el vino y el aguardiente, y ha enviado a Antoñona y a su marido a la capital de esta provincia, donde les ha puesto de su bolsillo una magnífica taberna. Ambos viven allí contentos, se han proporcionado muchos marchantes, y probablemente se harán ricos.

Y este trono ocupó doña Ramona desde el día siguiente; y allí la vieron con admiración los marchantes, rígido y empinado el cuerpo vestido de obscuro, casi negro; medio cubierta la cabeza con su cofia; las cejas enarcadas; los sombríos ojos clavados, por detrás de los cristales de las gafas, en las manos de piel lívida, como la de la cara; la calceta y las agujas entre los dedos, y sin otras señales de estar viva que el movimiento vertiginoso de las manos y tal cual mirada zurda que lanzaba por encima de los anteojos, bajando un poco la cabeza, cuando alguien entraba o salía, o mientras tiraba con la diestra del hilo que terminaba en un grueso ovillo que andaba rodando, tan pronto sobre el mostrador como encima del felpudo, o hecho una maraña entre las uñas de un gato, debajo de la silla.

Charló conmigo unos cuantos minutos, y luego me dijo, poniendo su mano en mi cabeza: Ya ves, tengo muchos marchantes... y ya lo sabes: el que tenga tienda que la atienda.... Allá te veré.... Esta noche iré a cenar contigo. Vete a pasear... diviértete, que bastante habrás trabajado desde que te fuiste.... Al pasar frente a la botica de Meconio que me llamaban.

Salían del templo algunos hermanos de la Vela Perpétua; los vicarios departían en el cuadrante con los campaneros, y en la esquina opuesta una vendedora de frutas secas dormitaba en espera de marchantes, a la luz de un farolillo de papel. En un ángulo del cementerio una «garnachera» condimentaba sus fritadas.

Le dejé una carta del señor Fernández, en la cual le consultaba no qué acerca de las enfermedades de Pepillo, y me fuí en busca de Andrés hacia su tenducho de «La Legalidad». El pobre viejo se olvidó de sus marchantes, saltó por encima del mostrador, y corrió hacia mi, abriendo los brazos.

Escucháronse las notas dulces de la guitarra y poco después llegó á sus oídos una soleá entonada á media voz por un hombre. ¿Quién está ahí? preguntó Manolo. Los de siempre. ¿Y quiénes son los de siempre? Pues la reunión; ¿no los conoces? Pepe de Chiclana, María-Manuela, Paca la de la Parra, Antonio, Frasquito y su tío el señor Rafael. ¿Y en el otro cuarto? Marchantes que juegan al rentoy.