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Actualizado: 6 de junio de 2025
A la luz del sol, que tamizaban los visillos carmesíes, Julián vio las pupilas dilatadas de la señorita, sus entreabiertos labios, sus enarcadas cejas, la expresión de mortal terror pintada en su rostro. Tengo mucho miedo repitió estremeciéndose. Renegaba Julián de su sosera. ¡Cuánto daría por ser elocuente! Y no se le ocurría nada, nada.
Y este trono ocupó doña Ramona desde el día siguiente; y allí la vieron con admiración los marchantes, rígido y empinado el cuerpo vestido de obscuro, casi negro; medio cubierta la cabeza con su cofia; las cejas enarcadas; los sombríos ojos clavados, por detrás de los cristales de las gafas, en las manos de piel lívida, como la de la cara; la calceta y las agujas entre los dedos, y sin otras señales de estar viva que el movimiento vertiginoso de las manos y tal cual mirada zurda que lanzaba por encima de los anteojos, bajando un poco la cabeza, cuando alguien entraba o salía, o mientras tiraba con la diestra del hilo que terminaba en un grueso ovillo que andaba rodando, tan pronto sobre el mostrador como encima del felpudo, o hecho una maraña entre las uñas de un gato, debajo de la silla.
Palabra del Dia
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