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Actualizado: 16 de mayo de 2025
Montenegro creyó que le había reconocido, pues al alejarse, agitó una mano entre la nube de polvo, gritándole algo que no pudo oír. Esos van de juerga, don Fernando dijo el joven cuando se restableció el silencio en el camino. Les parece estrecha la ciudad, y, como mañana es domingo, querrán pasarlo en Matanzuela a sus anchas.
Allá voy yo a despabilarte se dijo la señora. Y cayó sobre él, sacudiéndole el brazo y gritándole: ¡Bernardino! ¡Bernardino! Esteven abrió los ojos y vió sobre sí la mole inmensa de su mujer. ¿Qué hay? Retírate, que me sofocas. Si es lo que yo quiero, ahogarte, sofocarte, por mal marido, por pillastrón. ¿Quién es ese hombre? ¿quién es esa rubia? ¡Di, contesta, grandísimo pícaro!
Señores y queridos administrados declama el subprefecto, con su voz ceremoniosa. Interrumpido por una carcajada, vuelve la cabeza y no ve más que un gran picoverde que lo mira riéndose, de patas en el sombrero apuntado. El subprefecto se encoge de hombros e intenta reanudar su discurso; pero el picoverde lo interrumpe, gritándole desde lejos: ¿Para qué sirve eso?
Era su hermana mayor, la cual creía también en la pasión de Regalado, pero que lejos de alentarla se mostraba exasperada, furiosa. Pasó como un torbellino en persecución de la incauta doncella gritándole con acento amenazador: ¡Aguarda, aguarda; yo te arreglaré, grandísima pícara! Los vecinos se retorcían de risa. Nadie sabía cuál de las dos mujeres era más simple.
Juan Claudio se estremeció; pero casi al mismo tiempo, sobre la pared que formaba la roca, vio destacarse la cabeza de Divès, que avanzaba gritándole: Hullin, pon la mano a la izquierda, donde hay un agujero; extiende el pie sin miedo y tocará en un escalón, y después da media vuelta.
Por la noche tornó a salir y a cantar trozos de ópera y piezas de canto: vuelta a reunirse la gente en torno suyo y vuelta a intervenir la autoridad gritándole con energía: Adelante, adelante. ¡Pero si iba adelante no ganaba un cuarto, porque los transeúntes no podían escucharle!
Gracias a este encuentro, que les hizo vacilar algunos instantes, Barragán pudo abrir la puerta de la escalera y precipitarse por ella. Sus hijastros le siguieron al instante con los cuchillos abiertos y gritándole: ¡Suelta la plata, ladrón!
Dámelo, aunque tus labios tengan veneno. Mira que muero de ganas de pasar esas fatigas y de que me hagas desgraciado. ¡Suelta, traidor, suelta! La gente reía. Las gitanas tiraban de su compañera mientras los hombres, que se habían parado, animaban al guapo gritándole: ¡Anda! ¡Oblígala!... ¡Que pague la guasita!
Alzaba altivamente la frente, gritándole con arrogancia desesperada: ¡Pues bien! Yo le he matado... ¿Qué quieres? ¡Tu nombre de conciencia no me asusta! Eres apenas una perversión de la sensibilidad nerviosa. Puedo eliminarte con un poco de agua de azahar.
Dª Josefa, cortando el flujo de la risa, la persiguió hasta la puerta de la calle gritándole con acento iracundo, esforzándose en bajar la voz para que no le oyera su amo: Bien empleado le está, holgazana, gallarina... ¡Vergüenza había de darle!... ¡Engañar a mi pobre señor y llevarle como un dominguillo de la ceca a la meca!... ¡Mire usted la monjita!... ¿Es ésa su religión? ¿Es ésa su delicadeza?... Si quiere hombres, vaya a casa de María Ramona con mil pares de demonios y no pretenda a los sacerdotes... ¡Fuera de aquí!... Métase en su casa y tenga honradez y tenga vergüenza, y no ande como una perra salida a todas horas por esas calles... Si fuera a llevarme del genio, le levantaba las sayas ahora mismo y le daba en el tras con la zapatilla hasta que me cansara... ¡Pícara! ¡Mala cabra!
Palabra del Dia
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