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Doña Clara, que si bien más moza que Lucía, era más reflexiva y grave, sintió que su amiga hubiese confiado á su tío aquel secreto, y no pudo reprimir las muestras de su disgusto, frunciendo el entrecejo, poniéndose más seria y tiñéndose al mismo tiempo de grana sus mejillas con la vergüenza y el enojo.

Sus caras, al juntarse, estaban húmedas y chorreantes por la niebla. Ella besó como en la primera noche, de abajo arriba, entornando los ojos, palpitantes las alillas de la nariz, frunciendo los labios, como una flor que cierra sus pétalos. Pero Fernando sólo encontró en esta caricia una sensación lejana, semejante a la de un perfume desvanecido, a la de una música borrosa.

¡Hola! exclamó el barón. ¿Y cómo es eso, Roger? Debo confesároslo. Amo á mi señora Doña Constanza, vuestra hija, con el más puro y profundo amor.... Me sorprendes, doncel, dijo el barón frunciendo el ceño. ¡Por San Jorge! ¿sabes que es muy noble nuestra sangre y muy antiguo nuestro nombre? También lo es el mío, señor barón, y muy noble la sangre heredada de mis mayores.

La doncella, jadeante, desgreñada, frunciendo mucho las cejas para aparecer más enfadada, decía con voz anhelante: No tienes vergüenza, Manín. Si no fuera mirando a la casa donde estamos, te tiraba este quinqué a las narices y te las rompía, por bruto y por insolentón. A lo mejor están los criados oyendo todo esto, y ¿qué dirán? ¡Quita, quita allá!

El antiguo cabecilla le escuchaba con visible impaciencia y, frunciendo el torvo entrecejo, solía contestarle ásperamente: Anda adelante y no te detengas en pataratadas. ¡Pataratadas! El cura de Peñascosa calificaba así los extravíos de una conciencia, los dolores del remordimiento.

Detrás del mostrador estaba sentada, haciendo media, nuestra antigua conocida Juana, la mujer de Simón Cerojo. Como éste, había engordado y echado mejor pellejo, y dado a su vestido cierto corte presuntuoso. Pero, al revés que en su marido, su entrecejo se había ido frunciendo, y todo su semblante agriando, a medida que la suerte fué favoreciéndolos. Porque la suerte los había favorecido.

Oyes, Josefina: ¿a quién quieres más, a tu madrina o a tu padrino? preguntole aquél. A madrina respondió la niña sin vacilar. Y a quién quieres más, ¿a tu padrino o al conde? La niña le miró sorprendida con sus grandes ojos azules. Pasó por ellos una ráfaga de desconfianza y respondió frunciendo su hermoso entrecejo: A mi padrino.

Era el mismo a quien vimos hace mucho tiempo, acaudillando la fiera cáfila que asesinó a martillazos al cura Vinuesa 21 en la cárcel de la calle de la Cabeza. Aquel tigre pequeño vivió mucho. Alcanzó los tiempos de Chico. En la taberna hacía falta un orador para electrizar el selecto concurso. Aquel orador fue Pelumbres, que hablaba mostrando el puño y frunciendo las cejas.

El cuerpo pequeño, ágil y flaco, va envuelto en un vestido de los que fabrican á centenares los grandes almacenes para uniformar con elegancia barata á las parisienses pobres. Por debajo de la falda asoman unas pezuñitas de terciopelo polvoriento. Sonríe con un esfuerzo visible, frunciendo al mismo tiempo las cejas.

Esto último era lo que la hacía reflexionar, frunciendo las cejas y contrayéndose con un esfuerzo mental. ¿Usted se llama capitán...? ¿usted se llama...? Y de pronto sonrió, dando fin á sus dudas. Usted se llama dijo resueltamente el capitán Ulises Ferragut. Paladeó con largo y risueño silencio el asombro del marino. Luego, como si se apiadase de su estupefacción, dió nuevas explicaciones.