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Cada alfiler era colocado a las doce del día, y el espacio abierto entre dos de ellos representaba una singladura, veinticuatro horas de navegación. Las banderitas salían del mar del Norte, e iban alineándose a lo largo de la costa de Europa hasta avanzar en pleno Atlántico. La última recién clavada erguíase: entre Canarias y Cabo Verde.

Uno de los cubos almenados erguíase en el fondo del huerto, y su defensa había correspondido siempre a los Aguilas. El hidalgo residía breve parte del año en el solar; la corte le atraía con imán poderoso.

Erguíase al andar, queriendo ser más alto; movíase con una arrogancia de conquistador; miraba a todos lados con aire triunfal, como si sus dos compañeros no existiesen. Todo era suyo: la plaza y el público. Sentíase capaz de matar cuantos toros existiesen a aquellas horas en las dehesas de Andalucía y de Castilla. Todos los aplausos eran para él, estaba seguro de ello.

Entre el marco que le formaban las ramas de un castaño colosal, erguíase el crucero. Tosco, de piedra común, tan mal labrado que a primera vista parecía monumento románico, por más que en realidad sólo contaba un siglo de fecha, siendo obra de algún cantero con pujos de escultor, el crucero, en tal sitio y a tal hora, y bajo el dosel natural del magnífico árbol, era poético y hermoso.

Odiaba al verro; sentía como una vaga ofensa inferida a su persona al ver el terror que inspiraba a todos. ¿Y no habría quien le diese una bofetada a este fantasmón venido del presidio?... Un atlot avanzó hasta Margalida, tomándola la mano. Era el Cantó, sudoroso y trémulo aún por su reciente fatiga. Erguíase, como si su debilidad fuese una nueva fuerza.

A los árboles frutales, el alto almendro y la chaparra higuera de amplia copa, sucedían las sabinas y los pinos retorcidos por los vientos de la costa. Al detenerse Febrer un instante y mirar atrás, vio a sus pies Can Mallorquí como unos dados blancos escapados del cubilete de una roca vecina al mar. En la cúspide de esta roca erguíase como un agarrador la torre del Pirata.

Ante él erguíase el Vedrá, peñasco aislado, mojón soberbio de trescientos metros de altura, que en su aislamiento aún parecía más enorme. A sus pies la sombra del coloso daba a las aguas un color denso y transparente a la vez. Más allá de su sombra azulada hervía el Mediterráneo con burbujeo de oro bajo la luz del sol, y las costas de Ibiza, rojas y escuetas, parecían irradiar fuego.

El busto endeble erguíase con una arrogancia natural dentro del mantón; sus pobres faldas de verano se movían con cierto ritmo majestuoso, sin tocar el barro, en torno de los pies pequeños, cuidadosamente calzados, que revelaban ser la parte más atendida de su persona. ¡Viva lo bueno! gritó el borracho poniéndose en jarras . ¡Ahí va la gloria del barrio!...

A la derecha estaba el puerto, repleto de mástiles y amarillas chimeneas; más, allá, avanzaba en las aguas de la bahía la masa obscura de los pinos de Bellver, y sobre su cumbre erguíase el antiguo castillo, redondo como una plaza de toros, con su torre del homenaje suelta, aislada, sin otro lazo de unión que un gallardo puente.

Mientras escuchaba las protestas de amor que su Manuel le prodigaba, creía en él y le adoraba, maldiciéndose a si misma, por imaginar que aquel hombre fuese capaz de algo malo; pero cuando a solas por la noche besaba el retrato de su madre, o cuando a la mañana se veía en el espejo, sentía nuevamente el alma invadida de temores; erguíase en su pensamiento la resistencia invencible al matrimonio, y en garantía de felicidad ansiaba ser amada como no lo fue su madre, como acaso no lo fue mujer alguna, con una pasión despojada de todo sensualismo, con afecto ideal, tan puro y limpio de deseos, que ni la posesión lograra mancillarlo ni el hastío destruirlo.