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Actualizado: 10 de julio de 2025


Algunos se acercaron al lagar, penetraron en él y departieron con los labradores que allí estaban; otros pasearon debajo de los árboles hasta los confines de la pomarada. El señor de las Matas fué uno de ellos. Enfrascado en sus meditaciones clásicas y repitiendo en voz baja la hermosa égloga primera de Virgilio caminó paso entre paso por la finca.

El más enredador de todos ellos, el viborezno D. Eugenio Aviraneta ha desaparecido misteriosamente, cuando más enfrascado parecía en sus intrigas. Y ahora dicen que está con los carlistas. Gracián levantó un pisa-papeles que en la mesa de su escritorio oprimía varias cartas.

Pasemos pronto de largo... En la oficina veo al intérprete enfrascado con dos grandes vocingleros completamente desnudos bajo largas mantas mugrientas, y narrando con airada mímica no qué historia de un rosario robado. Tomo asiento en un rincón, sobre una estera y miro... Bonito traje el del intérprete. ¡Y qué bien le sienta al intérprete de Milianah! Parecen pintiparados el uno para el otro.

Y sin moverse había dado sus órdenes. Y doña Rufina, volviéndose a las damas, había dicho sonriente: Ea; ahora fuera gente loca; a la cocina y dejadme en paz. Y se había enfrascado en la lectura de Los Mohicanos de Dumas. Visita hacía muy a menudo semejantes irrupciones en casa de cualquier amiga. Ella entendía así la amistad. ¡Pero si su cocina era infernal!

No le agradaba verle cada vez más enfrascado en el aguardiente y el cognac; pero don Santos si no bebía no daba pie con bola, no entendía palabra de lugares teológicos. Había que dejarle beber. A las diez y media de la noche salían juntos; don Pompeyo daba el brazo a don Santos y le acompañaba hasta dejarle bastante lejos del café, porque si no se volvía solo.

Pero cuando más enfrascado se hallaba en la algazara apareció en la puerta la figura siniestra del paisano Barragán con su eterna zamarra negra, su enorme sombrero y sus barbas hasta el medio del pecho. Los ojos de todos los tertulios se volvieron con sorpresa hacia él y hubo un instante de silencio. ¡Hola! ¿qué vendrá a hacer aquí este pájaro? dijo uno. ¡Soberbia figura para mi drama!

Extendí la vista y le vi tras el respaldo del monumental sillón de doña María, muy enfrascado en estrecha plática con Asunción, que sin duda le estaba convenciendo de la superioridad del catolicismo con respecto al protestantismo. A cada paso apartaba él los ojos de su interlocutora para mirar a Inés. Bien decía el tunante observé para que se valía de las discretas amigas.

Como al andar enfrascado en estas reflexiones le mirara yo de arriba abajo con mal disimulada curiosidad, notóla él y me dijo sonriéndose: No crea usted, amigo mío, que me he vestido estos atalajes señoriles para que se vea que los tengo. No llegan a tanto mis flaquezas de infanzón sin privilegios. Neluco lo sabe bien.

Voy a hablar de algunos de nuestros mosquitos más distinguidos. Conviene de vez en cuando sacudirse las moscas. Divídense en cuatro grandes familias a cual más perversa y endemoniada. La primera es la de los mosquitos sentimentales, que son los de apariencia más inofensiva, aunque en realidad haya motivo para guardarse bien de ellos. Tienen un zumbido dulce y quejumbroso, que al principio no molesta gran cosa, pero que llega a hacerse insoportable. De estos mosquitos, algunos empiezan a disgustarse de la vida así que entran a cursar la segunda enseñanza; salen generalmente suspensos en los exámenes, reciben innumerables coscorrones del jefe de la familia y se enamoran perdidamente y en secreto de una mujer de treinta años. Hasta aquí sus estragos no pasan del círculo de la familia; mas al llegar a los diez y seis años comienzan a hacer coplas amargas como la hiel, inspiradas por lo común en La desesperación de Espronceda, un estúpido y obsceno poema fabricado por algún estudiante de medicina para deshonrar el nombre del ilustre poeta. Estas coplas se escriben con lápiz mientras los papás se figuran que está allá en su cuarto enfrascado en el estudio, y sólo son admiradas de algún amigo discreto que recíprocamente presenta a su admiración otras coplas no menos amargas. Tal vez que otra estas coplas, que ruedan por los bolsillos de los pantalones hasta que se pudren, caen en manos de la mamá al tiempo de coser o acepillar la ropa: la mamá, claro es, no sabe lo que aquello significa, pero corre a mostrárselo al papá, ¡y aquí fue Troya!

Paseó su mirada lánguida por los circunstantes esperando que se le pidiese explicación de aquel cansancio. Pero D. Laureano atendía a su juego; Adolfo Moreno seguía enfrascado en la lectura; Miguel Rivera, que hacía un rato había llegado, se le quedó mirando fijamente y con cierta sonrisa burlona. El único asequible en aquel momento era Mario. A él se dirigió metiéndole la boca por el oído.

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