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Actualizado: 28 de julio de 2025


En México, trémulo de femenil pasión y llena el alma como siempre, del ansia de morir a caballo, peleando por su país, escribió él, aquella composición suya, titulada «Patria y mujer»; composición que expresa bien, la grandeza de su alma, arrullada por suspiros de amor y agitada por gritos desesperados de deber.

Y enumera todos los objetos de uso íntimo que piensa emplear como proyectiles. Vibra en ella la resolución absurdamente heroica de los insensatos gloriosos que protestan para hacerse fusilar. Algo pasa por la acera que interrumpe estos propósitos desesperados.

Este comprendió que estorbaba y se despidió, anunciando otra vez, más que con palabras por medio de signos desesperados, que si había hombre en el mundo que semejase un sepulcro ese hombre era él, el paisano Barragán. Cuando quedó solo Tristán siguió paseando absorto en profunda meditación.

En este alcance perecieron casi todos porque desesperados revolvían sobre los nuestros, á cuyas manos hechos pedazos rendian la vida, por dar lugar á que sus mujeres se alargasen. No escaparon de nueve mil hombres que tomaban armas 300 vivos, y en esto concuerdan Nicephoro, y Montaner. Sucedió en este alcance un caso tan estraño como lastimoso.

»Nosotros fingimos no ver lo que hace. ¿De qué sirven los reglamentos ante la muerte?... Lo que importa es que proporcione un poco de alegría al que se va. Cada uno hace el bien como puede. Anoche la sorprendí empleando su método en la sala de los desesperados. Tenemos un tirador marroquí con las piernas y el vientre deshechos. Va á morir de un momento á otro; tal vez ha terminado á estas horas.

Abandonaron el árbol y se pusieron en camino, marchando tan aprisa como les era posible por entre los troncos y las raíces y a través de los bejucos. Los gritos seguían oyéndose cada vez más cercanos. Haciendo desesperados esfuerzos, cayendo y tropezando acá y allá, siguieron la marcha. Unos mil quinientos pasos llevarían andados, cuando cesaron de pronto los gritos.

Esto , de adentro, muy cerca aún, el maligno malacara respondía a sus desesperados relinchos, con un relinchillo a boca llena. Hasta que esa mañana el viejo alazán halló la brecha muy sencillamente: Cruzando por frente al chircal que desde el monte avanzaba cincuenta metros en el campo, vió un vago sendero que lo condujo en perfecta línea oblicua al monte.

Ella gritó entre los dientes, y sus esfuerzos fueron tan desesperados que logró por fin desasirse. Entonces el mancebo, quitándose de golpe la máscara, rugió dos veces: ¡Ramera! ¡Ramera! enseñándola el rostro. La niña no pudo modular ni una sola palabra. Su boca, entreabierta, negra de horror, dejó escapar un quejido sordo, aciago, indefinible.

Por fuera, el dulce sol de septiembre, un aroma de hojas maduras, que una ligera brisa trae del bosque, y el puro incienso que exhalan los campos hacia un cielo azul pálido... Dentro, un aliento pestilente de fiebre, un hedor de roña inveterada, exhalaciones rancias, y, en una cama indescriptible, entre trapos sucios que apenas lo cubren, un esqueleto lívido, de arrecido sudor y en el que sólo brillan dos ojos ardientes, feroces, atrevidos, desesperados, dos ojos en cuyo fondo se leen todos los terrores de la muerte y todas las ambiciones de la vida.

Pero ellas, verdaderas hijas de su padre, deseaban vivir en este ambiente de libertad, y protestaban con llantos desesperados y convulsiones en el suelo, hasta que las volvían a la absoluta independencia de aquel caserón por donde pasaban el dinero y el placer como un huracán de locura. La gitanería más famosa acampaba en la casa señorial.

Palabra del Dia

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