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Actualizado: 15 de junio de 2025
Al cabo de tantos años de matrimonio, su esposo que la había sufrido con resignacion de fakir sometiéndose á todas sus imposiciones, tuvo un aciago día el fatal cuarto de hora, y le administró una soberbia paliza con su muleta de cojo.
En el resto de aquel aciago día, dicho se está que la pobre señora de Rubín se entregó a las mayores extravagancias, pues tal nombre merecen sin duda actos como no querer comer, estar llorando a moco y baba tres horas seguidas, encender la luz cuando aún era día claro, apagarla después que fue noche por gusto de la oscuridad, y decir mil disparates en alta voz, lo mismo que si delirara.
Y llegó el momento aciago en que había de sufrir el primer castigo, en que había de comenzar a descender la cuesta de la vida, por amar a su patria, ser hombre, y negarse al serrallo. Corría el año de 1869. Era el 4 de octubre.
Cierto que sospechaba; pero la noticia, dada así con tales detalles, como el pelo negro, el número de la casa, era un jicarazo tremendo. Desde aquel aciago instante, ya no se enteró de lo que en la calle ocurría. El Rey pasó, y Jacinta le vio confusa y vagamente, entre la agitación de la multitud y el tururú de tantas cornetas y músicas.
Allá enfrente se divisa de la Fuerza de Santiago el histórico recinto, de almenaje señorial, que con fúnebres tapices enlútose el día aciago que vió arder entre sus muros la capilla de Rizal. ¡Ah! ¡Que apague la Discordia de su tea fratricida los impúdicos fulgores, el maldito resplandor! ¡Que la Muerte no separe lo que júntase en la Vida! ¡Que los hombres no desunan lo que uniera el Creador!
Y llega el 19 de mayo, el día aciago, el día tremendo. El sol lucía en el zenit. Martí y Masó estaban acampados en Vuelta Grande cuando llegó el General Gómez y fue como un jubileo el campamento. Masó y Martí y Máximo Gómez le hablaron a las fuerzas y fueron vitoreados y aclamados. A poco avisan las avanzadas que estaban cerca de Dos Ríos la proximidad del enemigo.
En la noche de aquel aciago día, que creyó deber marcar con la piedra más negra que en su triste camino hubiera, Juan Pablo sostuvo en el café del Siglo las teorías más disolventes.
D. Álvaro Montesinos yacía en la cama, más bien reclinado que extendido, con una pila de almohadas detrás de la espalda; yacía presa de un síncope o ataque de disnea, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, sacudido de vez en cuando su mísero tórax por un hipo aciago. No había a su lado más que D.ª Eloisa y una criada.
Ella gritó entre los dientes, y sus esfuerzos fueron tan desesperados que logró por fin desasirse. Entonces el mancebo, quitándose de golpe la máscara, rugió dos veces: ¡Ramera! ¡Ramera! enseñándola el rostro. La niña no pudo modular ni una sola palabra. Su boca, entreabierta, negra de horror, dejó escapar un quejido sordo, aciago, indefinible.
Que al Rey quisieron matar Y con sus reinos alzarse, Les levantaron zegríes; Si fué cierto, Dios lo sabe. Cortáronles las cabezas Un triste y aciago martes, Quedando de todos ellos Sólo mi tío y mi padre. Derribáronles las casas, Mandando la misma tarde Pregonarlos por traidores Y su hacienda confiscalles.
Palabra del Dia
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