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Actualizado: 18 de junio de 2025
39 Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; que un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo. 40 Y diciendo esto, les mostró las manos y los pies. 41 Y no creyéndolo aún ellos de gozo, y maravillados, les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer? 42 Entonces ellos le presentaron parte de un pez asado, y un panal de miel. 43 Lo cual él tomó, y comió delante de ellos.
A muchos imponía miedo el tal Naturalismo, creyéndolo portador de todas las fealdades sociales y humanas; en su mano veían un gran plumero con el cual se proponía limpiar el techo de ideales, que a los ojos de él eran como telarañas, y una escoba, con la cual había de barrer del suelo las virtudes, los sentimientos puros y el lenguaje decente.
Acordose de que Jacinta había querido recoger a otro niño, creyéndolo hijo de su marido... «¡Y mío...! ¡creyéndolo el mío!». Desde la altura de esta idea, se despeñó en un verdadero abismo de confusiones y contradicciones... ¿Habría hecho ella lo mismo? «Vamos, que no... que sí... que no, y otra vez que sí...». ¡Y si el Pituso no hubiera sido una falsificación de Izquierdo; si en aquel instante, en vez de mirar allí a la niña de Mauricia, viera a su pobre Juanín...! Le entraron tan fuertes ganas de echarse a llorar, que para contenerse evocó su coraje, tocando el registro de los agravios, segura de que le sacarían del laberinto en que estaba. «Porque tú me quitaste lo que era mío... y si Dios hiciera justicia, ahora mismo te pondrías donde yo estoy, y yo donde tú estás, grandísima ladrona...». No siguió, porque Jacinta, no pudiendo resistir más las ganas de entablar conversación, la miró otra vez y le hizo esta preguntita: «¿Qué tal estuvo la Comunión?
Algo había oído ella contar del desmedido afán de aquella señora por tener hijos; pero Mauricia le dijo algo más, contándole también el caso del Pituso, a quien Jacinta quiso recoger creyéndolo hijo de su marido y de la propia Fortunata.
De esa niñez suya, estudiosa, contaba Fermín Valdés Domínguez y cuenta todavía el doctor Eduardo F. Plá, sus condiscípulos dichosos en las aulas felices, rasgos asombrosos de inteligencia y de carácter. Y fue de ese colegio de donde su padre, creyéndolo ya bastante ilustrado lo sacó para emplearlo de Escribiente en la Celaduría.
El uranoscopo obscuro, con los ojos casi unidos en la cumbre de su enorme cabeza y el cuerpo en forma de maza, sólo dejaba visible un largo hilo que surgía de su mandíbula inferior, agitándolo en todas direcciones para atraer á sus víctimas. Estas perseguían el movible objeto creyéndolo una lombriz, hasta que eran alcanzadas por los dientes del cazador.
Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno, señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro; y, creyéndolo así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por desengañarse, pero, llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta brazas, sintieron peso, de que en estremo se alegraron.
Su casa era un centro de conspiración y un templo de arte: allí se reunían tan pronto, hombres de armas y acción, para hablar de guerra, como se reunían hombres de saber y pensamiento para hablar de «suspiros y risas, colores y notas». Más tarde, el mismo general Blanco, creyéndolo como era la verdad complicado en aquel conato de revolución de 1879, le pidió que hiciera pública protesta de adhesión al Gobierno de España, a lo que él indignado contestó: «Martí no es de la raza de los vendibles». Y fue nuevamente deportado a España, de donde se fugó al poco tiempo, pasando a París y de allí a New York, lugar en que siguió conspirando, conspiración que culminó con aquel desembarco en Cuba de Calixto García, el glorioso General de la frente horadada.
Y añadió en voz misteriosa: ¡Es una jugada del chino Quiroga! ¡Ejem, ejem! volvió á toser el maestro pasando el sapá del buyo de un carrillo á otro. Créeme, Chichoy, ¡del chino Quiroga! ¡Lo he oido en la oficina! Nakú, ¡seguro pues! exclamó el simple, creyéndolo ya de antemano. Quiroga, continuó el escribiente, tiene cien mil pesos en plata mejicana en la bahía. ¿Cómo hacerlos entrar?
Sin duda, el engaño no se le había presentado evidente de improviso: mientras el Príncipe había continuado amándola, ella había seguido esperando: creyéndolo, sintiéndolo su esposo en el alma, en la sinceridad de la conciencia, había esperado por largo tiempo, llena de esperanza. Y la desconfianza moral ¿había precedido, o seguido a la desilusión sentimental?
Palabra del Dia
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