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Actualizado: 27 de julio de 2025


Don Fadrique, sin embargo, sólo estuvo en París algunos meses: desde fines de 1791 hasta Septiembre de 1792. Este tiempo le bastó para cansarse y hartarse de la gran revolución, desengañarse un poco de su liberalismo y dudar de sus teorías de constante progreso. En Madrid vivió, por último, dos años, y también se desengañó de muchísimas cosas.

Unos decían que la india ama, que la mestiza española es indiferente y la china fría y calculadora; otros, que las mujeres en todas partes son lo mismo, y por último, después de barajarse la conversación por todos los tonos, tipos y registros, dijo uno en son profético y concluyente: Nada, caballeros, hay que desengañarse, en este país, ni las mujeres aman, ni los pájaros cantan, ni las flores huelen.

Al cabo, la opinión llegó a decir esto, aunque ya sin el visto bueno de Glocester: «Que había que desengañarse; el verdadero predicador de Vetusta era el Magistral». Pronto fue tal opinión un lugar común, una frase hecha, y desde entonces la fama del Obispo como orador se perdió irremisiblemente. Cuando en Vetusta se decía algo por rutina, era imposible que idea contraria prevaleciese.

Pero fuera de eso, que es lo excepcional continuaba Mesía diciendo hay que desengañarse, lo que buscan las mujeres es un buen físico.

¿Qué será de las Filipinas dentro de un siglo? ¿Continuarán como colonia española? Si esta pregunta se hubiera hecho tres siglos atrás, cuando, á la muerte de Legazpi, los malayos filipinos empezaron poco á poco á desengañarse, y encontrando pesado el yugo intentaron vanamente sacudirlo, sin duda alguna que la respuesta hubiera sido fácil.

Hay que desengañarse manifestó un gordo y colorado caballero de aspecto bonachón , todos los carlistas son unos pillos o unos tontos. Yo no emplearía con ellos otros medios que el exterminio..., ¡el hierro y el fuego! Vamos a cantarles el trágala cuando pasen dijo un chico desarrapado a otros dos elegantes que le acompañaban.

Pero para desengañarse no es menester mas que ver lo que toca á la imaginacion y ver lo que pertenece á la razon. Esta dicta, que Dios puede infinitamente mas de lo que podemos los hombres imaginar, y que por consiguiente aunque la imaginacion no comprehenda una cosa, debemos creerla si la Fe divina la enseña. Estos sectarios admiten por ciertas muchas cosas, que no puede alcanzar su imaginacion.

He sostenido que no había nada más imperdonable, más antisocial, en toda la fuerza de la palabra, que las desuniones morales, y que eran extremadamente difíciles porque es raro que las almas nobles no se aproximen a sus semejantes, como dice Shakespeare, o que se dejen engañar tanto tiempo por los impostores para llegar hasta el momento de formar un nudo tan solemne, sin haber tenido la triste dicha de desengañarse; que lo que se llama un matrimonio equivocado, en la acepción general que se refiere solamente a la diferencia de posición social, no podía chocar más que el más absurdo, el más absurdo de los prejuicios; el que atribuye a una clase especial facultades especiales, o, mejor dicho, exclusivas; que como yo no sabía de nadie que se hubiese atrevido a decir que la virtud se probaba por títulos o se adquiría por privilegios, no veía por qué se había de prohibir a un hombre sensible y delicado el derecho de buscar la virtud donde se encuentre; que era una cosa atroz, en fuerza de ser ridícula, condenar a una mujer interesante, dotada de todas las cualidades y todas las gracias, a la desesperación de no pertenecer jamás al objeto amado, porque esta infortunada, a la que la naturaleza y la educación han concedido todos los dones, se veía privada por el azar de una circunstancia que no depende más que del azar; que si los grandes talentos imprimen a aquellos que los poseen un carácter incontestable de nobleza a los ojos del siglo y de la posteridad, el ejercicio privado de los deberes más difíciles de llenar de la religión y de la moral, aunque fuese un título menos brillante a los ojos del mundo, no era un título menos recomendable para las almas rectas y honradas; que, en consecuencia, yo nunca me atrevería a censurar una alianza del género de la que se hablaba, si podía encontrar en ella la feliz armonía de costumbres y de carácter, que es la única garantía de felicidad de los matrimonios y de la prosperidad de las familias.

Tiene al fin la dicha de encontrarlo y de casarse, pero no tarda en desengañarse de su error y en arrepentirse de no haber preferido al necio, puesto que, en vez de dominarlo, tiene siempre que seguir ciegamente su dictamen. Afortunadamente enviuda pronto, y acepta la mano del primer pretendiente.

Con todo eso, se detuvieron como media hora, al cabo del cual espacio volvieron a recoger la soga con mucha facilidad y sin peso alguno, señal que les hizo imaginar que don Quijote se quedaba dentro; y, creyéndolo así, Sancho lloraba amargamente y tiraba con mucha priesa por desengañarse, pero, llegando, a su parecer, a poco más de las ochenta brazas, sintieron peso, de que en estremo se alegraron.

Palabra del Dia

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