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Actualizado: 31 de mayo de 2025


Siga usted escribiendo: «Me gustas mucho», «Necesito veinticinco luises para mi costurera», «Tengo gana de ese sombrero tan bonito», «Querría un hermoso diamante para el día de mi santo», «Tengo sentimientos religiosos»... ¡Esto es muy importante...! «Soy de buena familia», «No sea usted brutal», «Hoy es imposible; pero dentro de tres días seré suya», «Esta noche tengo mucho apetito»... Y luego: «Siento mucha sed»... Y después: «Págueme el coche»... A continuación: «¡Qué bien sabes besar...!» «¡Cochinillo mío...!» «¡Nunca me quisieron así...!»

Pero Tónica se detenía, ruborizándose como si sintiera haber dicho demasiado, y miraba a su no vio confusa y avergonzada, mientras éste buscaba la linda manecita de ella para besarla repetidas veces, sin importarle la presencia de Micaela. La costurera consentía estas caricias. Conocía bien a Juanito. No había cuidado que pasase de ellas.

Así lo hubiera pensado yo también prosiguió doña Luz , si esa mujer hubiera sido siempre la misma; pero fueron varias. Todas se recataban de la gente; estaban allí con cierto misterio, y nunca el aya las vio. A misma cuando fui grandecita, cuando cumplí nueve años, jamás volvió mi padre a enseñarme a ninguna de dichas mujeres, que, por la impresión que me dejaron, se me figuraba que habían de ser señoras y no gente vulgar. Mi padre era un galán caballero y agradaba mucho a las damas. Entonces nada infería yo de esto; pero más tarde he inferido la inverosimilitud de que fuese yo en realidad hija de una Antonia Gutiérrez, costurera. ¿No podría mi padre haber procurado esta madre postiza para legitimarme, sin comprometer a alguna dama? Aun en vida de mi padre, a pesar de mi corta edad, pensé alguna vez en esto; pero jamás me atreví, ni indirectamente, a preguntar nada a mi padre sobre el particular.

Ella no era nadie: una pobre costurera que, acostumbrada a sufrir las impertinencias de las señoras, no podía permitirse el lujo de mostrar susceptibilidad ni amor propio... pero eso de casarse para ser la víctima resignada y humilde sobre la cual cayeran los desprecios de la familia, estaba fuera del límite de su paciencia. No diga usted que no. Adivino lo que sucedería; como si lo viese.

Teresa, costurera también, era por su rostro una verdadera mora, y de las más oscuritas; el cabello negro como el azabache, los ojos rasgados y tan negros como el pelo, la nariz y la boca correctas. Pasaba por fea en la villa a causa de su color: en realidad era un hermoso tipo oriental.

Aunque sintamos ofender la perspicacia de nuestros lectores, la verdad nos obliga a declarar que la damisela del corredor no era la blonda Nieves, sino la blonda Valentina. ¿Cómo? ¿Aquella arisca costurera tan enemiga de los señoritos y que además tenía un novio llamado Cosme? La misma en cuerpo y alma, con sus rizos dorados sobre la frente, su entrecejo saladísimo y nariz un poquito remangada.

Sale la costurera con un andar leve, como si temiese que la muerta se despertase. Doña Moncha reza en voz baja todo el tiempo que permanece sola, y la estancia oscura se llena de misterio con aquel vago murmullo de rezo que se junta al chisporroteo con que los cirios se derraman sobre los candeleros de bronce.

¿Cumplirás la palabra? preguntó la cruel costurera mirándole airadamente. Pierde cuidado. Cuenta conmigo si no la cumples. ¡Alza! De este modo apacible y tierno, trataba Valentina al tenorio de Sarrió.

Entró con la cabeza gacha como siempre y, espatarrándose bajo el dintel de la puerta, preguntó: Concha, ¿no habrá de qué, que comer, por ahí? ¿Tanto te aprieta la gazuza, Manín? respondió la costurera riendo. El aldeano abrió desmesuradamente la boca para reír también. Así Dios me salve, no puedo aguantar un menuto más.

Y en efecto, al recibir ésta el papelito experimentó satisfacción, lisonjeada en su vanidad y en sus instintos. ¿Sabes lo que dice este papel? le preguntó relamiéndose. Josefina hizo un signo negativo. Leía todavía mal el manuscrito, sobre todo escribiendo tan descuidadamente como lo había hecho la señora. La costurera le obligó a deletrear aquellas palabras hasta que se enteró bien de ellas.

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