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Hasta Francisco Pizarro, conquistador del Perú, y hasta el muy glorioso emperador Carlos V, resultan toreros.

Son Emilio Pardo, tan culto, tan alegre y simpático; Eugenio Umaña, el señor feudal del Tequendama, en una de cuyas haciendas vamos a dormir, caballeroso, con todos los refinamientos de la vida europea por la que suspira sin cesar, músico consumado; Emilio del Perojo, Encargado de Negocios de España, jinete, decididor, pronto para toda empresa, con un cuerpo de hierro contra el que se embota la fatiga; Roberto Suárez, varonil, utópico, trepado eternamente en los extremos, exagerado, pintoresco en sus arranques, incapaz de concebir la vida bajo su chata y positiva monotonía, apasionado, inteligente e instruido; Carlos Sáenz, poeta de una galanura exquisita y de una facilidad vertiginosa, chispeante, sereno, igual en el carácter a un cielo sin nubes; Julio Mallarino, hijo del dignísimo hombre de Estado que fue presidente de Colombia, espiritual, hábil, emprendedor, literato en sus ratos perdidos; Martín García Mérou, meditando su oda obligada al Salto, y por fin, yo, en uno de los mejores instantes de mi espíritu, nadando en la conciencia de un bienestar profundo, con buenas cartas de mi tierra recibidas en el momento de partir y con la tranquilidad que comunican los pequeños éxitos de la vida.

Por acaso se tocó don Andrés con la diestra, que tenía libre, en el bolsillo del chaquetón y notó con amargura los medios inútiles que en él traía: de conquista, de ofensa y de defensa. Traía allí un cartucho con veinticinco onzas peluconas de Fernando VI y de Carlos III, dignas hoy por su rareza de figurar en el más rico gabinete de numismática.

Volviéndose luego á Martin, le dixo: ¿Quién piensa vm. que es mas digno de compasion, el emperador Acmet, el emperador Ivan, el rey Carlos Eduardo, ó yo? No lo , dixo Martin, y menester fuera hallarme dentro del pecho de vms. para saberlo. Ha, dixo Candido, si estuviera aquí Panglós, el lo sabria, y nos lo diria.

¿Relataba usted de un joven que ahorcaron en Red-Dog por robar un filón? decía un día el señor Tomás a un pasajero del vapor. ¿Recuerda usted el color de sus ojos? Negros contestó el pasajero. ¡Ah! dijo el señor Tomás, como quien consulta un memorándum mental, los ojos de Carlos eran azules. Y alejábase inmediatamente.

No exclamó Ohando. y Martín le llevó por el cuello, arrastrándole por el barro, hasta donde estaba Catalina. No sea usted bárbaro exclamó el extranjero . Déjelo usted. ¡A , Cacho! ¡A ! gritó Carlos ahogadamente.

Movido de estas razones y de las que su venganza le ofrecia, acudió antes que su fama á Trapana con todo su poder, y fué con tanta presteza sobre su enemigo, que apenas supo Cárlos que venia, cuando vió sus armas, y se halló forzado á levantar el sitio y retirarse afrentosamente á Calabria.

El memorable D. Francisco Jimenez de Cisneros y el rey Don Fernando, ordenaron, como gobernadores durante la menor edad de Cárlos V, no se hiciese pública la insuficiencia de Doña Juana, á pesar de estar íntimamente convencidos de su incapacidad; de manera que por muchos y reiterados esfuerzos que hicieron algunos para declarar su nulidad, no lo lograron; y eso que para nada les estorbaba, pues que jamás se resintió de que no contasen con su voluntad para ninguno de los actos de gobierno.

Sofocado y anheloso, el pobre diablo hubiera querido echarse a los pies de su jefe, pero no era aquel el momento, y, sin más tardanzas ni protestas ociosas, le cogió en sus vigorosos brazos y se le llevó corriendo hasta el Blockhaus, al que llegó jadeando y no sin sufrir una descarga general. Carlos estaba salvado. Ragasse domado.

Y con mano temblorosa, comenzaba una carta para desgarrarla en seguida. Si Carlos no sospechaba nada, un paso prematuro podía ser contraproducente. Más valía no precipitar nada y dejar hacer al señor Hardoin. Pero, ¿y si sabía algo? ¿Y si él tomaba la delantera mientras ellos andaban en esas dilaciones? ¿Y si daba un escándalo, provocaba un encuentro y ella lo sabía demasiado tarde? ¡Dios mío!