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Actualizado: 9 de junio de 2025


Por detrás de la barrera iban los chulos de la plaza, con sus blusas rojas, abrumados bajo el peso de las capas de brega, repugnantes andrajos manchados de sangre; y por los tendidos, haciendo prodigios de equilibrio, filtrándose por entre el compacto gentío, avanzaban los vendedores de gaseosas con el cajón al hombro, pregonando la limonada y la cerveza, y los tramusers con un capazo a la espalda, llenando de altramuces y cacahuetes los pañuelos que les arrojaban desde las nayas y devolviéndolos a tan prodigiosa altura con la fuerza de un proyectil.

Casi a mi lado avanzaban paso a paso algunos discípulos de don Román, con el Nebrija bajo el brazo, serios, graves, orgullosos, muy pagados de su ciencia, como personas de altísimos saberes.

El levante disminuía sensiblemente, y se veía, por las nubes que avanzaban rápidamente desde el horizonte y por las oscilaciones de la brisa, que el viento cambiaba de dirección. Las estrellas aparecieron veladas, y la noche, de clara que era, se tornó sombría.

Con este intento se fueron acercando, y cuando estaban inmediatos, se les hicieron algunas proposiciones pacíficas por el teniente de cura de Nicasio, y el eclesiástico D. Manuel Salazar, quienes los persuadoan á que rendidas las armas, aprovechasen el indulto y perdon general, que á nombre de S.M. se habia publicado: pero ellos respondieron osadamente, por medio de un indio, que no lo necesitaban, ni menos reconocian ya por su Soberano al Rey de España, sino únicamente á su Inca, Tupac-Amaru, y desde luego empezaron á hacer algunos movimientos, y á las cuatro de la tarde se avanzaban con gran prisa para atacar.

Avanzaban los macilentos restos de la miseria caballar, delatando en su paso trémulo y sus ijares atormentados la vejez melancólica, las enfermedades y la ingratitud humana, olvidadiza del pasado. Había jacos de inaudita delgadez, esqueletos de agudas aristas salientes que parecían próximas a rasgar la envoltura de piel de largos y flácidos pelos.

Y los dos amigos, pasando un pequeño puente, sintieron bajo sus pies la estabilidad del suelo firme, marchando entre los grupos que avanzaban al encuentro de los pasajeros con las manos tendidas o los brazos en alto, prontos al estrujón cariñoso. Un joven con acento español abordó a Fernando. «¿El señor Ojeda?...» Venía de parte del tío de su cuñado.

Cantaban con voz lúgubre una salmodia que parecía salir de lo más profundo de la tierra, y avanzaban todos, él también, en pausada procesión. Gentío inmenso le contemplaba impasible y frió: un fraile, también impasible, iba á su lado, pronunciando á su oído palabras santas que él no pudo comprender. Le hablaba de la otra vida y del alma. Después le pareció que la comitiva se detenía.

La cola que formaban los coches frente al palacio del marqués de Butrón cogía casi toda la calle de Hortaleza, atravesaba la red de San Luis e iba a perderse en la de la Montera. Los carruajes avanzaban lentamente, parábanse un momento, abríanse y cerrábanse con estrépito las portezuelas, y corrían luego a estacionarse en la Plaza de Santa Bárbara.

Por lo tanto, de nuevo la comitiva de venerables y majestuosos padres de la ciudad empezó á moverse en el espacio libre que dejaba el pueblo, haciéndose respetuosamente á uno y otro lado, cuando el Gobernador y los magistrados, los hombres ancianos y cuerdos, los santos ministros del altar, y todo lo que era eminente y renombrado en la población, avanzaban por en medio de los espectadores.

Mis doce ministros avanzaban con sus grandes carteras llenas de billetes; mi escolta me abría paso entre el gentío implorante de la escalinata; mis caballos se impacientaban, relinchando y coceando al darse cuenta de que algunos inteligentes se habían aprovechado de la aglomeración para manosear sus corvejones y sus ancas. Otra palabra, señor Spadoni: la última.

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