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Muy pocas horas después de hecho este cálculo, fue cuando a la marquesa se le ocurrió caer en la cuenta de que con la muerte de su padre y de su hijo, aquella casa que habitaba tanto tiempo hacía, en la calle de Hortaleza, le parecía un cementerio sombrío: veía a las «queridas prendas» de su corazón, doloridas y agonizando, en cada rincón, en cada mueble y a cada instante; su espíritu, tan combatido por los males del cuerpo y por las tristezas del alma, no estaba para grandes pruebas, y le era indispensable «salir de allí... a cualquiera parte».

Parece que ha crecido un poco, que ha engrosado otro poco y que ha ganado considerablemente en gracia, en belleza, en expresión. Se me figura que será una mujer célebre. Vive en la misma casa donde se instaló hace dos años, al final de la calle de Hortaleza. Ha tenido un hijo. ¡Un hijo! ¿Qué me cuenta usted? Lo que usted oye. Ya tiene dos años.

Señor, dame sueño y déjame tonta... »Ya siento bulla en la calle... Pasan carros por la de Hortaleza; pronto empezarán los pregones. Mañana, ¿qué digo mañana?, hoy es miércoles, 17. ¿Recibiré carta y libranza de mi tío? Mi tío no es; pero así le llamo. ¡El pobrecito es tan bueno, pero tan avaro!... Doña Laura riñe con la criada... ¡Maldita sea D.ª Laura!

Cuando vino el mozo que debía llevar el baúl, Fortunata estaba ya dispuesta, vestida con la mayor sencillez. Maximiliano miró diferentes veces su reloj sin enterarse de la hora. Nicolás, que estaba más sereno, miró el suyo y dijo que era tarde. Bajaron los tres, y fueron pausadamente y sin hablar hacia la calle de Hortaleza a tomar un coche simón.

Vamos por aquí; la acompañaré a usted dijo D. Evaristo con bondad . Capellanes, Rompelanzas, Olivo, Ballesta, San Onofre, Hortaleza, Arco. Ese es el camino; pero no dude usted lo que le digo... ¿Qué?, hija mía. Que yo soy honrada, que siempre lo he sido. Feijoo miró a su amiga.

Fortunata atravesó con paso ligero la calle de Hortaleza, la Red de San Luis. No debía de estar muy trastornada cuando en vez de tomar por la calle de la Montera, en la cual el gentío estorbaba el tránsito, fue a buscar la de la Salud y bajó por ella, considerando que por tal camino ganaba diez minutos.

Isidora vivía en el 23 de la calle de Hernán Cortés. Miquis se paseaba desde la lechería a la esquina de la calle de Hortaleza, y estaba embozado en su capa de vueltas rojas, porque si bien el día era claro y hermoso, se sentía fresco. Saludáronse y emprendieron su marcha hacia el Retiro.

La cola que formaban los coches frente al palacio del marqués de Butrón cogía casi toda la calle de Hortaleza, atravesaba la red de San Luis e iba a perderse en la de la Montera. Los carruajes avanzaban lentamente, parábanse un momento, abríanse y cerrábanse con estrépito las portezuelas, y corrían luego a estacionarse en la Plaza de Santa Bárbara.

Todos los que conozcan a Miquis verán que no exageramos ni añadimos nada al poner aquí sus festivas paradojas. Efectivamente, Isidora vivía al fin de la calle de Hortaleza en un número superior al 100. Su casa era nueva, bonita, alegre, nada grande.

Entre tanto, se alquiló un vastísimo principal en la calle de Alcalá, por la miseria de tres mil duros al año; y como no era cosa de ir a habitarle tal como lo habían dejado los últimos inquilinos, ni de trasladar a él los muebles de la calle de Hortaleza, tan llenos de tristes recuerdos, y tan pasados de moda los más de ellos, hubo necesidad de hacer obra en la nueva casa y de encargar el necesario y conveniente ajuar para ella.