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Las tales buenas fortunas dan testimonio para ella del mérito del galán que tan amado ha sido; prestan mayor valor a que el galán se haya enamorado de ella, pues que la ha preferido entre muchas a quienes podía rendir o tenía ya rendidas; y hasta parece como que da a ella una misión alta y moralizadora y lisonjera, a saber: la de apartar a su amante, en virtud de superiores y más puros atractivos, de la senda algo extraviada que antes seguía, de darle la jubilación en su empleo de seductor y de travieso, y de convertirle en inofensivo, sosegado y juicioso padre de familia.

Don Alvaro y Clara hablan cada uno para de este modo: CLARA. No es menester que digáis Cuyas son mis alegrías, ALVARO. Que bien se ve que sois mías En lo poco que duráis. CLARA. Alegrías mal logradas Antes muertas que nacidas; ALVARO. Rosas sin tiempo cogidas, Flores sin sazón cortadas; CLARA. Si rendidas, si postradas A un ligero soplo estáis, ALVARO. No digáis que el bien gozáis;

La generación que se presentó á sucederlos en el cargo que dejaban, considerando, á la primera ojeada, que celebrándose algunas romerías á mucha distancia de la población, era preciso, para volver con el crespúsculo á casa, suspender el baile apenas empezado, ó empezarle con los garbanzos aún entre los dientes; considerando además que para las señoras, rendidas de brincar, era demasiado largo y penoso y hasta peligroso, el camino por las callejas de San Juan y San Pedro, y considerando otras varias circunstancias no menos graves, y, por último, que la gente del buen tono nada tenía que ver con las rosquillas, cazuelas de guisado, perés y otros groseros excesos de las romerías.

Lo mismo puede decirse de las mamas, tan rendidas y aduladoras antes de casar a sus hijas, y tan despegadas así que lo conseguían. Pero tales flaquezas no alteraban el buen humor de aquellas benditas ni destruían su optimismo. Como se estaban renovando sin cesar los asistentes a su casa, olvidaban la ingratitud de los antiguos para pensar tan sólo en el aprecio que les tributaban los nuevos.

»Conoció el desengañado consejero la honda impresión que produjo su descarnado consejo, y acudió solícito a templarla, a intentarlo, mejor dicho, con una detenida exposición de razonamientos que me es imposible reproducir aquí al pie de la letra, por falta de memoria para tanta minuciosidad; pero cuya substancia, que recuerdo bien, y no debe omitirse en este pasaje de la historia de mi vida, era la siguiente: »Si el matrimonio no fuera más que una carga de sacrificios y un palenque de proezas, donde un caballero demostrara a cada instante la firmeza del amor que sentía por su dama, él, Pepe Guzmán, por remate de nuestro idilio de la víspera, con lo que acababa de contarle yo o sin ello, se hubiera apresurado a implorar de el mismo favor que con tan rendidas ansias había implorado el banquero para .

Con este intento se fueron acercando, y cuando estaban inmediatos, se les hicieron algunas proposiciones pacíficas por el teniente de cura de Nicasio, y el eclesiástico D. Manuel Salazar, quienes los persuadoan á que rendidas las armas, aprovechasen el indulto y perdon general, que á nombre de S.M. se habia publicado: pero ellos respondieron osadamente, por medio de un indio, que no lo necesitaban, ni menos reconocian ya por su Soberano al Rey de España, sino únicamente á su Inca, Tupac-Amaru, y desde luego empezaron á hacer algunos movimientos, y á las cuatro de la tarde se avanzaban con gran prisa para atacar.

Teresa y su hija, rendidas por el llanto, agotada la energía después de tantas noches de insomnio, habían acabado por quedar inertes, cayendo sobre aquella cama que aún conservaba la huella del pobre niño. Batistet roncaba en la cuadra, cerca del caballo enfermo.

Amparo, y otras dos o tres del taller de cigarrillos, rendidas de calor y ahítas de comida, se habían tendido en una pequeña explanada, que formaba el glacis de la fortificación, adoptando diversas posturas, más o menos cómodas.

No le escaseaba reprimendas; pero la víctima era yo, que tenía las piernas y los brazos dislocados. Las mulas de carga, rendidas por una ascensión penosa, se echan al suelo inmediatamente que los arrieros, que las guían a pie y a gritos, dan la voz de alto.

Adriana solía preguntarse, sin embargo, si la apasionada humildad de Julio correspondía íntegramente a un sentimiento real, y si no habría exageración, acaso vaga ironía en sus palabras tan rendidas, tan espontáneas y semejantes, a veces, a la confesión que pudiera hacer un niño. ¡Qué no hubiera dado, en tales momentos, para penetrar siquiera por un instante el alma de Julio!