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Actualizado: 3 de julio de 2025


El aire era transparente, la sierra tomaba un color de violeta obscuro, la llanura se teñía de gris; por el ambiente corrían las frías claridades, el aliento fresco que denunciaba la proximidad del invierno. No hace más que cuatro días que la señorita ha llegado y ya parece otra dijo la doncella que se hallaba a sus pies arrodillada cambiándole el calzado.

La veía muchas veces desde la huerta, en su gabinete, sentada, arrodillada, o de bruces al balcón mirando al cielo. Ella casi nunca reparaba en él; no era como antes que le saludaba siempre. Aquello de Ana también era una enfermedad, y grave, sólo que él no sabía clasificarla.

Eulalia, arrodillada ante su lecho, bañaba las manos del moribundo con sus lágrimas, y una lámpara, a punto de apagarse, arrojaba una tenue claridad sobre aquella escena de dolor.

La confesión es una cosa admirable en misma, en tierra, por ejemplo, en una iglesia de aldea donde las vidrieras dejan penetrar un alegre rayo de sol, cuando vais a partir para una larga campaña, y vuestra abuela está allí arrodillada, llorosa, haciendo arder un cirio bendito que ha dedicado a Nuestra Señora: ¡oh! , entonces, la confesión al oído de un juicioso y virtuoso sacerdote de cabellos blancos, que, al salir del confesionario y apoyando su brazo trémulo sobre el vuestro, os dice: «Hijo mío, vamos a ver a mis ovejas que bailan bajo los sauces allá abajo, al borde del arroyo, y de pasada llevaremos una botella de buen vino al pobre viejo Juan Luis, el protestante

En el fondo de un arco sepulcral revestido de mármoles negros, arrodillada delante de un reclinatorio, con las manos juntas y la cara vuelta hacia el altar, vieron, en efecto, la imagen de una mujer tan bella, que jamás salió otra igual de manos de un escultor, ni el deseo pudo pintarla en la fantasía más soberanamente hermosa. En verdad que es un ángel, exclamó uno de ellos.

En la mesa apenas cruzaban la palabra; pero les vi en diferentes ocasiones departir amigablemente, apoyados en la barandilla del corredor, mirando con ojos extáticos los azulejos del patio. También observé, una vez que fui a misa de nueve en San Isidoro, que Olóriz, situado en posición estratégica, cambiaba con la dama, arrodillada cerca de una capilla, sonrisas y miradas.

La enferma, arrodillada ante el altar sin soltar los zapatos, mostrando por entre las faldas las plantas de los pies amoratadas y sangrientas por los arañazos de las piedras, repetía el estribillo al final de cada estrofa, implorando la protección de la Virgen. Su voz sonaba débil, triste, como un vagido de niño enfermo.

En esa tosca llave mohosa se había posado su blanca mano. Quiso abrir, y luego se contuvo, temeroso de borrar las trazas de aquella mano. Pero su brazo se extendió otra vez, y la puerta gimió sobre sus goznes. Su temblor aumentó. Allí, en la capilla la veía delante de él, arrodillada, la cabeza baja, las manos juntas, vuelta hacia el altar, cubierta con un vestido color de fuego...

Arrodillada en el suelo vió á Alicia, absorta por la sorpresa, mostrando las sinuosas líneas de su dorso bajo las ropas de luto, olvidada de todo lo que existía en torno de ella, fijos sus ojos en aquel hombre que minutos antes marchaba á su lado hablando, sonriendo, convencido de que la vida es una felicidad, y ahora estaba tendido en el polvo, anguloso y flácido, como una pobre cosa que se vacía entre estertores.

Pero lanzó una tal carcajada, que su excelente hoja le cayó de la boca. La causa de su risa era el ver al capitán español y a su tripulación arrodillada ante una grosera imagen de San Pablo, que se golpeaban el pecho reiteradamente. El capitán, sobre todo, besaba una reliquia con fervor siempre creciente, y murmuraba: «San Pablo, ora pro nobis...» Pero San Pablo ¡ay! no se daba por entendido.

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