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Partían de los muelles escarchados y brumosos del Báltico; de los puertos ingleses negros de hulla, en cuyo ambiente grasoso flota un perfume de y tabaco con opio; de las costas de Francia oceánica, que oponen sus bancos vivos de mariscos y los pinares de sus landas a los asaltos del fiero golfo de Gascuña; de las bahías de España, copas de tranquilo azul, en las que trenzan sus aleteos las gaviotas asustadas por el chirrido de una grúa o el mugido de una sirena; de las escalas del Mediterráneo, adormecidas bajo el sol; ciudades blancas con la alba crudeza de la cal o la suavidad aristocrática del mármol; ciudades que huelen en sus embarcaderos a hortalizas marchitas y frutos sazonados, y envían hasta los buques, con el viento de tierra, la respiración nupcial del naranjo, el incienso del almendro, rasgueos briosos de guitarra ibérica, gozoso repiqueteo de tamboril provenzal, arpegios lánguidos de mandolina italiana.

Cristina dejó pasar mucho tiempo y cuando los arpegios del piano la hicieron saber que Pepita estaba en el salón, se dirigió con paso resuelto en busca de su marido. Tembló al dar un golpe en la puerta para anunciar su presencia. Se acordaba de los cuentos de la infancia; de aquellas niñas medrosas que iban en busca del ogro.

Este señor recuerda Azorín se yergue, entorna los ojos, extiende los brazos y comienza a declamar unos versos con modulación rítmica, con inflexiones dulces que ondulan en arpegios extraños, mezcla de imprecación y de plegaria. Después saca un fino pañuelo de batista, se limpia la frente y sonríe, mientras mi madre mueve suavemente la cabeza y dice: «¡Qué hermoso, Pascual! ¡Qué hermoso

.................................................. Ya arribaron todas, todas, con sus pórticos y flámulas y sus globos de escarlata: ya arribaron las pagodas... Las pagodas han tocado la marmórea escalinata del palacio del Gran Hombre de mortífera sonrisa, y cuyo nombre lo repiten la corriente de las aguas y los vientos en sus odas y en los flébiles arpegios de su eterna serenata.

Sabe pulsar la cítara en arpegios bullentes, como del champagne rubios los topacios hirvientes, cuando su pecho embriaga la dicha del vivir. Suspiran sus cantares las campiñas de flores, las brisas de la sierra, los alegres rumores del bosque tropical; la lluvia que desciende en perlas diminutas, los oros del crepúsculo, las sombras de las grutas y el épico tumulto del fiero vendaval.

A ratos, fragmentariamente, charlan Verdú y Azorín. Largos silencios entrecortan los coloquios. Un jilguero, colgado en el patio, canta en arpegios cristalinos. Y en un rincón, ensimismado, encogido, triste, muy triste, callado siempre, un viejo que viene invariablemente todas las tardes, se acaricia con un gesto automático sus claras patillas blancas.

Sentíase después acosada por bravío tumulto de arpegios, escalas cromáticas e imitaciones, y se la oía descender a pasos de gigante, huir, descoyuntarse y hacerse pedazos... Creyérase que todo iba a concluir; pero un soplo de reacción atravesaba la escala entera del piano; los fragmentos dispersos se juntaban, se reconocían, como se reconocían, como se reconocerán y juntarán los huesos de un mismo esqueleto en el juicio final, y la idea se presentaba de nuevo triunfante como cosa resucitada y redimida.

Canto un himno a tus aguas santas, madre laguna, donde en las noches blancas, noches de amor y luna, juguetean las ninfas de cabellera bruna y de abiertas pupilas, color de aceituna. encierras el prestigio de los días egregios, cuando los ancestrales hacían sortilegios en nuestras selvas vírgenes, de perfumes y arpegios, leyendo unos infolios de santos florilegios.

Comenzaron á llegar hasta el comedor las escalas y arpegios del piano. Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión, mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La tarde se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en las avenidas que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el jardín.

Se lo llevó al gran salón, que estaba ahora desierto, y le hizo sentarse al piano, empezando á recitar á toda voz, con acompañamiento de arpegios. Pero las gentes no podían despegarse de la atracción de la mesa, y permanecieron sordas á los versos de la dueña de la casa, aunque fuesen ahora servidos con música.