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Cuando se levantó por la mañana tenía las mejillas enrojecidas, los ojos brillantes, todo el cuerpo en tan ágil disposición, que su digna esposa quedó, al verle entrar en el comedor, no poco sorprendida. La sorpresa fue en aumento cuando Sánchez, después de tomar el desayuno, en vez de retirarse a su gabinete para terminar concienzudamente la lectura de La

El fuerte olor del vino derramado y de los platos sobrantes caídos en un rincón, mezclábase con el hedor de petróleo de los quinqués. Las muchachas, enrojecidas por la digestión, respiraban con dificultad y se aflojaban los cuerpos de sus vestidos, desabrochándose el pecho. Lejos de la vigilancia de los manijeros y trastornadas por el vino, olvidaban sus remilgos de vírgenes silvestres.

En torno del kiosco de la orquesta había una masa de suaves colores, formada por los sombreros femeninos, los trajes primaverales, los inquietos abanicos. Frente á las terrazas se extendía el mar entre promontorios color de rosa. Las velas lejanas parecían arder, enrojecidas por el sol moribundo.

Comenzaron á llegar hasta el comedor las escalas y arpegios del piano. Sánchez Morueta, con las mejillas enrojecidas por la digestión, mordiendo un magnífico cigarro, habló á Aresti de bajar al jardín. La tarde se había serenado y quería gozar de los últimos rayos de sol en las avenidas que rodeaban su hotel. Los dos primos pasearon por el jardín.

También lo tenía aplicada en las nalgas enrojecidas y en las mejillas ensangrentadas de Catalina de Aragón, la domadora de vampiros... Como realmente esa noche la pobre mujer no podía proporcionarse dinero, los golpes fueron más recios que de costumbre. Y ella gritaba y gemía como si la desollasen viva...

En la cabecera, una cruz con letras grabadas profundamente á punta de cuchillo, obra piadosa de los compañeros de armas. «Desnoyers...» Luego, en abreviaturas militares, el grado, el regimiento y la compañía. Un largo silencio. Doña Luisa se había arrodillado instantáneamente, con los ojos fijos en la cruz: unos ojos enormes, de córneas enrojecidas, y que no podían llorar.

Al llegar aquí, llevó a los ojos sus manos delgadas y enrojecidas y por algunos momentos permaneció en silencio. Una ráfaga de viento sopló con furia en torno de la casa y dio una embestida violenta contra la puerta de entrada, mientras que Ingomar, el bárbaro, en su lecho de pieles de la trastienda, roncaba con placidez beatífica.

Doña Cristina abanicábase furiosamente las mejillas enrojecidas. ¿Qué horrores iba soltando aquella voz suave é irónica que parecía acariciarla con profundos arañazos?... Ahora se arrepentía de haber provocado al impío y hacía señas á Urquiola para que no le contestase. Deseaba que se hiciera un silencio penoso, que se fuera de allí empujado por la sorda y desdeñosa hostilidad de todos.

El humo del Mayon revela que los gigantescos cíclopes de los oscuros antros vigilan al pie de hirvientes lagos las enrojecidas montañas de candentes bloques, cuyas monstruosas y desiguales masas son azotadas de continuo por abrasados torrentes de cenizas y escorias.

Probablemente es reglamentario entre esos guerreros, de cuyas costumbres no tengo la menor idea... ¡Ah, ya han entrado! ¡Están en el patio del castillo! ELSA. Me buscan a . Me da vergüenza lo que he hecho, y mis mejillas enrojecidas me venderán, sobre todo al resplandor de las antorchas. Cuando , Enrique, me mires con una sonrisa maliciosa, me moriré de confusión.