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24 Y el sonido de sus alas cuando andaban, como sonido de muchas aguas, como la voz del Omnipotente, cuando andaban; la voz de la palabra, como la voz de un ejército. Cuando se paraban, aflojaban sus alas. 25 Y se oía voz de arriba del cielo que estaba sobre sus cabezas, cuando se paraban y aflojaban sus alas,

, sentía distintamente pasos detrás de , que se apresuraban cuando yo me apresuraba, y aflojaban cuando yo aflojaba. Crucé el camino, y delante de la elevada y larga muralla del Holland Park, me paré y di vuelta.

Doña Luz, pues, en vista de todo lo expuesto, convino consigo misma en que estaba enamoradísima de su marido, en que tenía razón para estarlo y para haberse casado con él, y en que su amistosa ternura por el Padre y las lágrimas que vertía por su muerte, y hasta los besos que le había dado, eran de orden tan distinto, que en nada se oponían ni alteraban, ni modificaban en un ápice, ni aflojaban en un solo punto el lazo amoroso y matrimonial que a D. Jaime la ligaba.

Ana se sentía caer en un pozo, según ahondaba, ahondaba en los ojos de aquel hombre que tenía allí debajo; le parecía que toda la sangre se le subía a la cabeza, que las ideas se mezclaban y confundían, que las nociones morales se deslucían, que los resortes de la voluntad se aflojaban; y viendo como veía un peligro, y desde luego una imprudencia en hablar así con don Álvaro, en mirarle con deleite que no se ocultaba, en alabarle y abrirle el arca secreta de los deseos y los gustos, no se arrepentía de nada de esto, y se dejaba resbalar, gozándose en caer, como si aquel placer fuese una venganza de antiguas injusticias sociales, de bromas pesadas de la suerte, y sobre todo de la estupidez vetustense que condenaba toda vida que no fuese la monótona, sosa y necia de los insípidos vecinos de la Encimada y la Colonia.... Ana sentía deshacerse el hielo, humedecerse la aridez; pasaba la crisis, pero no como otras veces, no se resolvería en lágrimas de ternura abstracta, ideal, en propósitos de vida santa, en anhelos de abnegación y sacrificios; no era la fortaleza, más o menos fantástica, de otras veces quien la sacaba del desierto de los pensamientos secos, fríos, desabridos, infecundos; era cosa nueva, era un relajamiento, algo que al dilacerar la voluntad, al vencerla, causaba en las entrañas placer, como un soplo fresco que recorriese las venas y la médula de los huesos.

El fuerte olor del vino derramado y de los platos sobrantes caídos en un rincón, mezclábase con el hedor de petróleo de los quinqués. Las muchachas, enrojecidas por la digestión, respiraban con dificultad y se aflojaban los cuerpos de sus vestidos, desabrochándose el pecho. Lejos de la vigilancia de los manijeros y trastornadas por el vino, olvidaban sus remilgos de vírgenes silvestres.