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Vastos olivares cuyas ramas sucumben al peso de los frutos cubren el suelo de su feraz campiña; álamos, naranjos, una que otra palmera solitaria verdean entre sus monumentos abrasados por los siglos.

Bastete ya que un tiempo me tuviste Todos mis fuertes miembros abrasados, Y al sol por mis entrañas descubriste El reyno escuro de los condenados: A mil tiranos, mil riquezas diste, A Fenices y Griegos entregados Mis reynos fueron, porque tu has querido, O porque mi maldad lo ha merecido.

Baja, dueño mío, ¿me oyes?... No tienes más que arañar la puerta. Yo abriré inmediatamente. Le miraba con sus ojos enormes y ávidos, que parecían querer devorarle. La punta de su lengua asomaba como un pétalo de rosa entre los labios súbitamente abrasados. Arremolinadas por la brisa, aleteaban en torno de su frente las cortas melenas, dando a su cara un aspecto diablesco.

Y aun no se había disipado el humo del último disparo, cuando una estridente carcajada sonó en los oídos de los dos hombres estupefactos: Beatriz se había puesto de pie bruscamente, rígida, los ojos con expresión de espanto, abrasados por el siniestro relampaguear de la locura; balbuceó algunas palabras ininteligibles, luego estalló de nuevo su espasmódico reír, reír tan salvaje, reír tan continuo que parecía repetido en la circunvecina campiña por las deidades mismas de lo horrible.

Ni los terrados de las casas abrasados por el sol de Mediodía. Sólo se divisan allá lejos en la escabrosa pendiente. Las rústicas techumbres que albergan a los pobres montañeses. Y la senda tortuosa y prolongada, que serpentea entre las chozas. Donde el viejo mece a su nieto en la cuna hecha de juncos. En fin, cielo sin color, sol sin sombra, valles sin verdor... ¡Y es allí donde está mi corazón!

Si quería huir de ella, se la recordaba sin cesar el dolor de sus pies, que ardían, como abrasados de vergüenza; aquellos pies que habían sido del público, desnudos una tarde entera. Si quería consolarse con la religión y el amparo del Magistral, su mal era mayor, porque sentía que la fe, la fe vigorosa, puramente ortodoxa, se derretía dentro de su alma.

Cuando el padre se retiraba ya, murmurando «Adiós, Nuchiña, hija querida», la novia le asió la diestra y se la besó humildemente, con labios secos, abrasados de calentura. Quedó sola. Temblaba como la hoja en el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instante el escalofrío de la muerte chiquita, no por miedo razonado y consciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado.

El humo del Mayon revela que los gigantescos cíclopes de los oscuros antros vigilan al pie de hirvientes lagos las enrojecidas montañas de candentes bloques, cuyas monstruosas y desiguales masas son azotadas de continuo por abrasados torrentes de cenizas y escorias.

Finalmente después de heridos, los ciudadanos desesperados de poderles rendir, se resolvieron de quemar todo el edificio y torre. Diéronle fuego por todas partes, y en poco rato se encendió con gran ruina del edificio. Por entre las llamas y el fuego arrojaban piedras y dardos, y medio abrasados peleaban.

Tormento y placer análogo debieron de sentir y gozar los místicos que, abrasados en fervor religioso, tendían a identificarse y sumarse con la divina esencia, cual si anhelaran ver anonadarse su alma dentro de otra alma superior e increada. Tuvo luego también momentos de intensa embriaguez amorosa; pero brevísimos, fugaces, y apaciguada pronto aquella excitación, se rindió al cansancio físico.