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Actualizado: 10 de junio de 2025
Cuando el padre se retiraba ya, murmurando «Adiós, Nuchiña, hija querida», la novia le asió la diestra y se la besó humildemente, con labios secos, abrasados de calentura. Quedó sola. Temblaba como la hoja en el árbol, y al través de sus crispados nervios corría a cada instante el escalofrío de la muerte chiquita, no por miedo razonado y consciente, sino por cierto pavor indefinible y sagrado.
Aguarda, hija, aguarda un minuto nada más.... O mejor dicho, entra en la posada y siéntate.... A ver, un banco, una silla para la señorita.... Espera, Nuchiña, vengo volando. Primitivo, acompáñame tú. Abrígate, Nucha. Volando no, pero sí al cabo de media hora, volvió sin aliento. Traía del ronzal una oronda borriquilla, bien arreada, dócil y segura: la propia hacanea de la mujer del juez de Cebre.
Nuchiña, no llores.... Calla, mujer.... Ya te dejo; no te hago nada.... Aguarda un instante. Registró precipitadamente sus bolsillos, rascó un fósforo, miró alrededor, encendió una vela puesta en un candelabro.... Nucha, viéndose libre, callaba; pero se mantenía a la defensiva. Volvió el marqués a disculparse y a consolarla.
Palabra del Dia
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