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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Hubiera sido mi novela un pasmoso tejido de extraordinarias aventuras, con un fundamento real del que la historia da testimonio, aunque conciso. Mi deseo de escribir esta novela no se ha disipado nunca. Lo que se ha disipado es mi esperanza. Para escribirla como yo me la figuraba era menester reunir y formar un inmenso aparato de erudición, y para esto me faltó siempre la paciencia.

Sentía una secreta vanidad en verse preferida a sus amigas por aquel galante joven, que Diana y Alicia de Blandieres se habían disputado. Al ver el desconcierto de las dos jóvenes, cada vez que Huberto las dejaba para reunirse con ella, una sonrisa maliciosa aparecía en sus labios. La impresión que le hicieron las palabras de Juan se había disipado pronto.

Bien. Ahora ¡fuego!... ¡fuego a estribor!... La andanada partió, y el fogonazo, iluminando un instante la tartana, proyectó sobre las aguas un vivo reflejo de luz. Después, cuando el humo blancuzco de la pólvora se hubo disipado, se vio al navío inmóvil, silencioso, con su punto luminoso a popa, obscurecido de cuando en cuando por una sombra que pasaba y repasaba en la cámara.

En aquel momento, la tartana se hundió destrozada, entre los alegres gritos de la tripulación del guardacostas, y el espesor de las tinieblas, que, durante aquel largo cañoneo, habíanse disipado a intervalos, parecía aumentar. El mar estaba casi tranquilo, y no se notaba más que una débil brisa del Sud.

Floristán, joven disipado, está próximo á casarse por mandato de sus padres con la italiana Orfea. Preséntase entonces una dama valenciana, llamada Serafina, á quien él había dado antes palabra de casamiento; despierta su antigua pasión, y lo impulsa á asesinar á su esposa.

¿Es para darme un disgusto para lo que ha recurrido usted a Gerardo a fin de que le diese esa flor? pregunté a Luciana. Ha sido para ofrecérsela a usted, caballero respondió poniéndomela en el ojal. Su mal humor parecía disipado y Luciana sonreía embriagándome con su mirada y con el ligero aliento de sus labios. Besé aquellos finos dedos que me condecoraban con tanta gracia, y se firmó la paz.

Cuando entró en la sala de juego le vió al fin venir hacia ella con la faz radiante. Toda su tristeza se había disipado al verla y al observar que le buscaba. Si quieres que hablemos un momentito, vente al despacho de papá. Saliendo al corredor lo hallarás a mano derecha le dijo rápidamente y con acento cariñoso. Y se fué.

Ricardo, con sus instintos de clown, procuraba hinchar los carrillos y ponerse aún más colorado. Se le había disipado por completo el mal humor. La cesta no avanzaba poco ni mucho: ambos permanecían inclinados y agarrados a ella sin poder alzarla un dedo del suelo, la una desternillándose de risa y el otro afectando una desesperación cómica.

Conste, pues, que meditó largo rato, y que después apareció como ensimismado y lleno de confusiones. ¿No se habían disipado sus recelos? Sin duda no. De su talante sólo puede decirse que tan pronto parecía muy alegre como muy triste.

Pero su cólera fué ablandando al influjo de las lágrimas, se trasformó en suave melancolía, y de esta melancolía brotó al cabo una extraña dulzura que la llenó de sorpresa. Se había disipado el misterio. Ya sabía lo que era ser abofeteada por un hombre. Destruído aquel último baluarte de su orgullo, permaneció tranquila á merced de su vencedor.

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