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Su cara encendida y seca, sus ojos iluminados por esplendor siniestro, su inquietud ansiosa, sus bruscos saltos en el lecho, cual si quisiera huir de algo que le asustaba, eran espectáculo tristísimo que oprimía el corazón.

Mostró la duquesa la carta de Sancho al duque, de que recibió grandísimo contento. Comieron, y después de alzado los manteles, y después de haberse entretenido un buen espacio con la sabrosa conversación de Sancho, a deshora se oyó el son tristísimo de un pífaro y el de un ronco y destemplado tambor.

Un cuarto de hora después entraba, honrosamente custodiado, por las puertas de la cárcel de Villa, y era introducido también honrosamente en un tristísimo, obscuro y sucio calabozo. #No llega el esperado. Llegada de un importuno.# De todos los procedimientos que el espíritu emplea para atormentarse á mismo, el más terrible es esperar. Contra esto no hay remedio.

Salieron Isidora y Augusto de la morada de la sinrazón y se alejaron silenciosos del tristísimo pueblo, en el cual casi todas las casas albergan dementes. Isidora no hablaba, y el charlatán Miquis, respetando su dolor, tan sólo indicó esto: «En Carabanchel hallaremos coches. Dicen que van a poner un tranvía».

Es Ataide que en vano al asesino de su madre ha buscado en la pelea; Ataide, á quien dolor de las entrañas y el recuerdo tristísimo de Leila y de su suerte el torcedor cuidado en horrendo afanar le desesperan; es que la muerte, como bien supremo, por todas partes busca y no la encuentra.

Pocos días después se marchó a Francia. Algunos meses más tarde circuló por Madrid la noticia de que se casaba con el marqués de Dávalos. Halló a su padre en un estado tristísimo, completamente idiota. Hablaba como si la hubiera visto el día anterior y no hubiera pasado nada; le preguntaba con mucho interés por la Amparo y hasta algunas veces la confundía con ella.

Moreno se mostraba torvo y receloso, hallándose tristísimo en la aborrecible compañía de «tanto explotador de la ignorancia humanaEn cambio D. Pantaleón, siempre grande y profundo, parecía hechizado; no se cansaba de hacer observaciones antropológicas sobre todo lo que veía y oía, sacando a cada instante su cuaderno de notas y escribiendo en él, sin advertir la curiosidad de que era objeto.

Luciano, después de hablar largamente con el médico que la había asistido, para enterarse de la índole y progresos del mal, resolvió no apartarse de allí un momento, apurando cuantos recursos le sugiriese aquella ciencia que tanto amaba, y de que entonces había menester más que nunca. El cuarto día a contar desde su llegada, fue tristísimo.

Había llegado el momento de que se llevaran el cuerpo de Mauricia, y este acto tristísimo se conoció en los gemidos y sollozos de todas las mujeres que en la casa mortuoria estaban. Cuando Guillermina y Fortunata salieron, ya el ataúd era bajado en hombros de dos jayanes para ponerlo en el carro humilde que esperaba en la calle.

Hablaban de hijos y de las madres que deseaban tenerlos, así como de las que los tenían en excesivo número. «¡Ah, los hijos! dijo doña Tula con tristísimo acento . Son una enfermedad de nueve meses y una convalecencia de toda la vida».