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Pongo yo un campo dividido en quiñones o suertes, pero que nadie puede cultivar ni gozar porque le rodea una salamandra que en torno del campo se enrosca. Y en el centro hay un sol de oro cuyos rayos enamoran a la salamandra a par que la queman. Y de la boca de la salamandra sale una cinta que va hacia el sol y lleva este escrito: En ti vivo, muero y ardo.

Una sed eterna, semejante á la de los condenados, martirizaba á aquellos infelices. ¡Qué otro placer al salir de allí, que la paz y la sombra de la taberna, con el vaso delante que daba una alegría momentánea, engañando al hombre con ficticias fuerzas para seguir aquella vida de salamandra!...

En prueba de esto dio no pocos datos y razones, y la más sorprendente fue la de afirmar que ambos jóvenes iberos estaban sellados por él, en la espalda, desde el día en que nacieron, con una salamandra azul. Con la alegría que produjo tan fausto descubrimiento, se prescindió de la etiqueta de palacio. Vino Guadé y trajo consigo a Mutileder.

Se enamoró de una belleza misteriosa, a la que no dijo nunca nada de su cariño; pero un día que la Casualidad, la providencia de los poetas, le envió un montón de oro, se fué a casa de un mueblista y compró un amplio lecho Renacimiento, con bellas esculturas, entre las que se veía la salamandra de Francisco I. Pero no se había ocupado de alquilar un cuarto, y la magnífica cama fué a parar a casa de Gautier... donde inútilmente esperó a que reposase en ella el cuerpo de la bella desconocida.

Un francés, M. Andrieux, que ha escrito para Le tour du Monde una prolija descripción de sus viajes en Colombia, asegura que desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde no se ve en las calles de Barranquilla, sino perros y alguno que otro francés, que persiste en sostener la reputación de la salamandra, que se les ha dado en el Cairo.

Se disiparon, pues, las melancolías de Echeloría y de Mutileder; se abrazaron fraternalmente y más contentos que unas pascuas, y se encontraron muy a gusto de ser ella favorita de Salomón y él príncipe consorte en el reino sabeo, para donde se fue con su Guadé, cuatro días después de saber que era hijo de Abaris y de haber descubierto que tenía una salamandra azul en la espalda.

Parécenos vislumbrar abajo el reflejo de un rayo extraviado en ese precipicio; parécenos oir un murmullo ahogado que sube hacia nosotros. ¿Es una corriente de aire que se arremolina en la sima? ¿Es un manantial, cuya agua se filtra entre las piedras y cae gota á gota? ¿Es una salamandra que cae al agua y la hace chapotear? ¿Quién sabe?

No, si se arrima de esta banda, yo le diré cuántas son cinco. Y yo. Y yo. Así crecía la hostilidad y se amontonaban densas nubes sobre la cabeza de la apóstata, a quien por el color de su tez biliosa y de su lacio pelo, por lo sombrío y zaíno del mirar, llamaban Píntiga, nombre que dan en el país a cierta salamandra manchada de amarillo y negro.

Pude decir entonces: Nunca tuve nombre. O, si lo tuve, ya no lo tengo. Lo he perdido. Y, aunque salamandra para los órganos materiales de mi cuerpo, ¡no retoñar mi nombre! Y transformose sucesivamente en una pantera, una garza, una culebra, una mosca, una corsa... Déjate de fastidiarme con tus mutaciones le observé severamente.

Y yo la miraba enamorado, tan enamorado que se me cayeron los ojos... Se me han caído los ojos le dije. Parémonos a recogerlos. Así le dije, deseoso de detenerla y detenerme, aunque no hubiera olvidado que yo era una salamandra hombre... ¡No era preciso recoger mis ojos, pues que ellos retoñarían solos! Baja los párpados y vuelve a levantarlos me insinuó Nanela.