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Se enamoró de una belleza misteriosa, a la que no dijo nunca nada de su cariño; pero un día que la Casualidad, la providencia de los poetas, le envió un montón de oro, se fué a casa de un mueblista y compró un amplio lecho Renacimiento, con bellas esculturas, entre las que se veía la salamandra de Francisco I. Pero no se había ocupado de alquilar un cuarto, y la magnífica cama fué a parar a casa de Gautier... donde inútilmente esperó a que reposase en ella el cuerpo de la bella desconocida.

Desaparecían las molduras de las paredes bajo un chapeado de cuadros estrechamente unidos como las escamas de una coraza. ¿Quién podía tachar á Desnoyers de avaro?... Gastaba mucho más que si un mueblista de moda fuese su proveedor. La idea de que todo lo adquiría por la cuarta parte de su precio le hizo continuar estos derroches de hombre económico.

El tapicero protestó en tiempo oportuno; en el salón sentaba mal lo capitoné, según su dogma, pero la Marquesa se reía de estas imposiciones oficiales. En los demás muebles del salón, espejos, consolas, colgaduras, etc., se había pasado de lo que entendiera el mueblista por Regencia a la mezcla más escandalosa, según el capricho y las comodidades de la Marquesa.

Estaba amueblado con lujo de gusto dudoso. En vez del sello que imprime cualquier persona, si no es enteramente vulgar, al decorado y adorno de sus habitaciones, observábase la mano del mueblista que cumple el encargo que le han dado, según el patrón corriente. Las puertas de madera del balcón estaban abiertas. La luz penetraba por un transparente que representaba un paisaje de color de chocolate.

Porque no era el traspunte vulgar que con cinco minutos de antelación recorre los cuartos de los actores gritando: «Don José; va V. a salir Señorita Clotilde; cuando V. guste». Ni por pienso: Antoñico tenía en su cabeza todos los pormenores indispensables para el buen orden de la representación; dirigía la tramoya con una precisión admirable, daba oportunos consejos al mueblista, hacía bajar el telón sin retrasarse ni adelantarse jamás; cuando había necesidad de sonar cascabeles para imitar el ruido de un coche, él los sonaba; si de tocar un pito, él lo tocaba, y hasta redoblaba el tambor con asombrosa destreza apagando el ruido para hacer creer al espectador que la tropa se iba alejando.