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La pena de muerte no existe en el país; el régimen civil y penal es bastante sencillo y filosófico; y en las costumbres oficiales se nota una simplicidad, una modestia que cuadra muy bien con las costumbres privadas de los Alemanes.

Su legislación penal consiste en los castigos corporales y las multas, si bien, dadas las costumbres del país, la justicia se la toma por su mano cada ofendido; así, por ejemplo, el que sorprende en delito de adulterio á su mujer, es árbitro de cortarla una oreja y raparla la cabeza, degradándola á ser esclava de sus concubinas; al seductor cogido infraganti puede quitarle la vida; pero en cambio si éste se pone bajo el amparo del mandarín, paga su delito sólo con la cantidad de ocho pesos, precio bien miserable que sin embargo no le exime de purgar su falta ante el ofendido, pues siendo por principio sagrada entre ellos la venganza, y considerado cobarde el que no lava en sangre sus afrentas, queda aquél á merced de éste, que en la primera ocasión se le presenta cris en mano para cobrar su deuda.

En efecto, este cadalso constituía una parte de la maquinaria penal de aquel tiempo, y si bien desde hace dos ó tres generaciones es simplemente histórico y tradicional entre nosotros, se consideraba entonces un agente tan eficaz para la conservación de las buenas costumbres de los ciudadanos, como se consideró más tarde la guillotina entre los terroristas de la Francia revolucionaria.

Cuando le dijeron que el espantajo estaba á merecer, no se sorprendió poco ni mucho, y vió en el caso lo contrario que Polícrates en el hallazgo de su esmeralda al abrir el vientre de un pez: vió el perdón del Destino, pero... con sanción penal: con la fea de veras, la fea expiatoria. «Esta fea pensó se ha fabricado para expresamente, y si no cargo con ella, habré de arruinarme ó morir

Y el operado no puede menos de admirar un estilo tan literario y tan metafórico, y da las tres cincuenta. Llámaseles funámbulos o equilibristas porque su vivir es una cuerda floja que se tiende a diario de un extremo a otro de la corte, en donde ellos ejercitan ejercicios muy peligrosos. Lo difícil está en que no se les vaya un pie y caigan de bruces sobre algún artículo del Código penal.

La primera cuestión que surge es la siguiente: Publicado el Código penal en Filipinas, y vigentes por lo tanto sus artículos 155 y 156 que previenen que para los efectos de dicho código se entienda que, al hablar de España se comprende bajo tal denominación, cualquiera parte del territorio nacional: reputándose español toda persona que, según la Constitución de la monarquía goce de tal consideración, ¿se reputarán como españoles y con derechos y deberes de tales, á los hijos de padre y madre chinos nacidos en Filipinas, y á los no nacidos en aquellas tierras, pero radicados serán extranjeros con el disfrute del fuero que aquellos tienen?

Eres el soborno de la ley y la sustancia corrosiva del Código penal. Como sigas así, la curia, en vez de tomarte declaraciones, te las hará, y vas a pisar una alfombra de togas y a subir por una escalera de birretes.

Los franceses no vienen jamás... Esos no viajan... ¿Para qué venir, por otra parte, á este endiablado país? ¡El establecimiento! ¡Los campos penitenciarios! ¡Bonito espectáculo! En fin, cada uno su gusto... Echó una ojeada á la carta y continuó: Está usted haciendo un estudio comparativo del régimen penal de las naciones europeas... ¡Ingrato trabajo!

Madrid quedaba atrás asentada sobre sus colinas desnudas, y la diligencia rodaba por la márgen derecha del Manzanares, riachuelo que se ha hecho célebre en 1859 por un escandaloso proceso ministerial, que solo ha servido para hacer comprender á los Españoles que el código penal no alcanza en su país hasta las regiones del poder, sea presente ó pretérito.

Es verdad que como una gota de bálsamo á tanta amargura ha salido el Código Penal; pero ¿de qué sirven todos los Códigos del mundo, si por informes reservados, por motivos fútiles, por anónimos traidores se extraña, se destierra sin formación de causa, sin proceso alguno á cualquier honrado vecino? ¿De qué sirve ese Código Penal, de qué sirve la vida si no se tiene seguridad en el hogar, fe en la justicia, y confianza en la tranquilidad de la conciencia? ¿De qué sirve todo ese andamiaje de nombres, todo ese cúmulo de artículos, si la cobarde acusación de un traidor ha de influir en los medrosos oídos del autócrata supremo, más que todos los gritos de la justicia?