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Y con el decoro propio de un paso de minueto, la pareja entró por el Pazo de Limioso adelante, subiendo la escalera exterior que conducía al claustro, no sin peligro de rodar por ella: tales estaban de carcomidos los venerables escalones.

El señorito de Limioso se levantó resuelto a acompañar al de Ulloa en la excursión cinegética, para lo cual tenía prevenido lo necesario, pues rara vez salía del Pazo de Limioso sin echarse la escopeta al hombro y el morral a la cintura.

Pero, para no interrumpir la narración, prosigo por orden. Mi padre no se apartó del cadáver hasta que los enterradores terminaron con la poco noble y decorosa inhumación terrena. Volvimos al Pazo. Mi padre me traía de la mano y gimoteaba como una criatura. Entramos en lo que había sido capilla ardiente. La carta póstuma del conde yacía por tierra.

En nombre de las dos estatuas que eran las tías paternas del señorito de Limioso había visitado éste a Nucha; vivía también en el Pazo el padre, paralítico y encamado, pero a éste nadie le echaba la vista encima; su existencia era como un mito, una leyenda de la montaña.

De cuando en cuando, venía de visita al Pazo, y ¡había que verle lo pomposo y majetón, con su flor en el ojal, su sombrero ladeado y su chaquet, un chaquet paradisíaco, como decía el conde, no por qué! «Chico exclamaba el conde , me dejas patidifuso con tu elegancia y tus ínfulas.» Y, muerto de risa, le hacía recitar fragmentos de un drama que mi padre estaba escribiendo, titulado: El cerco de Orduña y señor de Oña.

Para hacer penitencia iríase al monte, donde tiene un gran pazo. Allí guarda cinco mozas, y no iría si está talmente arrepentido. ¡Escuchad la voz de los hijos en la casona! ¡Vanse a matar! ¡Pelean haciendo las participaciones! ¡En la gran Jerusalén, hace cientos de años, oyéronse estas mismas voces, que las daban los judíos, repartiéndose la túnica de Nuestro Señor Jesucristo!

Le pesó a Nucha, porque las señoritas, que habían estado en los Pazos a verla, le agradaban, y eran los únicos rostros juveniles, las únicas personas en quienes encontraba reminiscencias de la cháchara alegre y del fresco pico de sus hermanas, a las cuales no podía olvidar. Dejaron un recado de atención a cargo de la mocetona y torcieron monte arriba, camino del Pazo de Limioso.

De vivir bajo el sol bárbaro del Mediodía, hubieran sido enteramente salvajes, peores que rifeñosDigo, pues, que nos alojó en su casa como huéspedes, pero no comíamos en su mesa, ni tampoco con la servidumbre, que era numerosa; nos servían aparte. En el Pazo yo comía con los criados. Sin embargo, como cosa de una semana después de vivir en su palacio, nos invitó a que la acompañásemos a comer.

Salieron del goteroso Pazo cuando ya anochecía, y sin que se lo comunicasen, sin que ellos mismos pudiesen acaso darse cuenta de ello, callaron todo el camino porque les oprimía la tristeza inexplicable de las cosas que se van. Debía el sucesor de los Moscosos andar ya cerca de este mundo, porque Nucha cosía sin descanso prendas menudas semejantes a ropa de muñecas.

Yo gocé inocentemente en hacerle ver y admirar todas sus bellezas; las espléndidas vistas que desde la Patriarcal quemada se admiran; la plaza del Rocío y las anchas calles paralelas que después del terremoto hizo construir Pombal; el espléndido Terreiro do Pazo; la soberbia anchura con que frente de él se dilata el Tajo, como para recibir todas las escuadras del mundo; el risueño camino que va por su orilla derecha, llena de quintas, palacios y graciosos jardines, hasta la desembocadura, cerca de Pazo de Arcos; y sobre todo, el admirable templo de Belén, con sus esbeltos y aéreos pilares, exquisita muestra de la original arquitectura manuelina y digno monumento de la más noble hazaña de los portugueses, cuando, en edades para nosotros más dichosas, competimos en descubrir y recorrer el mundo y en dilatar por mares y por tierras remotas o ignoradas la civilización de Europa y la fe de Cristo.