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No, señora: nosotras no tenemos ninguna, hija contestó con mucho enfado María de la Paz: es una mozuela, una loca que admitimos aquí por compasión, esperando que se corrigiera; pero ... ya me lo sospechaba yo. ¡Qué alhaja! ¿Ves lo que yo decía? Dios mío, ¿para qué admitimos aquí á semejante mujerzuela? Señora manifestó Salomé, oprimiéndose el estómago y rehaciéndose de su vahído.

Al cabo dijo, sin apartar el pañuelo de los ojos: Soy la esposa de D. Álvaro Montesinos. El excusador dio un paso atrás involuntariamente. ¿Cómo? ¿aquella dama era la mujerzuela despreciable que había hecho la desgracia de D. Álvaro, de quien su madrina D.ª Eloisa hablaba siempre con horror? Por ésta conocía la triste historia del aquel matrimonio.

Comprendió que no se las había con un alma vulgar, con una mujerzuela frívola, sino con una cristiana de corazón entusiasta como el suyo, tocada del amor divino y ansiosa de perfección.

Mediano rato empleó en sus meditaciones, y al terminarlas, vio sentada ante a la mujerzuela que con ojos esquivos y lloricones, a causa del picor producido por el espeso sahumerio, le miraba. Presentándole gravemente las palmas de las manos, Almudena le soltó estas palabras: «Gran púa, no haber más que un Dios... b'rracha, b'rrachona, no haber más que un Dios... un Dios, un Dios solo, solo».

Levantó su cabeza Pepeta; fijó por primera vez sus ojos en la mujerzuela, y también pareció dudar. ¡Rosario!... ¿eres ? , ella era; lo afirmaba con tristes movimientos de cabeza. Y Pepeta, inmediatamente, manifestó su asombro. ¡Ella allí!... ¡Hija de unos padres tan honrados! ¡Qué vergüenza, Señor!...

Pero no por eso se echó como débil mujerzuela a llorar tristezas, sino que después de publicar un manifiesto de levantado espíritu patriótico, continuó, con más bríos si cabe, la tarea enorme de hacer patria, tarea que fue sobre sus hombros una cruz, semejante a la que llevara, a través de su calle de Amargura, el Cristo dulce y bueno de los cristianos.

He ahí, he ahí cabalmente lo que yo dije á la Dorotea: ¡la prueba! ¿Y esa mujerzuela tenía la prueba de la deshonra de su majestad? La tenía. ¿Pero qué tiene que ver esa perdida con la reina? ¿quién ha podido darla esa prueba? El duque de Lerma. Me vais á volver loco, señor Gabriel; no atino... No es muy fácil atinar.

Ahora medito, y después de meditar, saco en claro: que siendo la Dorotea amante vendida del duque de Lerma, debe de haber andado en la venta don Rodrigo Calderón; que siendo don Rodrigo Calderón lo que es, puede haber habido algo que no gustaría al duque de Lerma si lo supiese, porque el buen señor es muy vanidoso, muy creído de que lo merece todo, á pesar de sus años y de sus afeites; que habiendo habido algo entre vuestra hija y don Rodrigo, vuestra hija habrá tenido celos, y no habrá encontrado otra mejor que la reina para justificarlo; de modo que un ministro tonto, un rufián dorado, una mujerzuela semi-pública y un padre ó amante, ó pariente tal como vos, que tratándose de Dorotea no sois ya un loco á sueldo, sino un loco de veras, son ó pueden ser la causa de la deshonra de una noble y digna y casi santa mujer que ha tenido la desgracia de ser reina de España, cuando el rey de España es Felipe III.

Antes calentaría muy bien las orejas a su madrina; le diría que era una indigna mujerzuela, una criatura vil y perversa, y que si otra vez osaba maltratar a aquella pobre niña desvalida, iría a su casa a cortarle las orejas y atarla después por el moño a la cola de su caballo y arrastrarla así por toda la ciudad.

¡Eso! ¡eso! Retoza, grandísimo holgazán, comedor. Toda la tarde roncando y ahora en vez de ordeñar las vacas, de jarana dijo una vocecita aguda. Quien profería estas ásperas razones era la avinagrada esposa del tabernero, una mujerzuela bajita, menuda, rugosa, de frente ceñuda y ojos pequeños y fieros. Martinán se levantó del suelo riendo.