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me dirás entonces: pero ven acá, Martinán, burro, ¿cómo quieres que sepamos lo que nos conviene antes que haya hecho operación en el cuerpo? Yo te responderé: ¡alto, amigo, poco á poco! ¿Por qué no lo sabes? ¿porque no lo has visto? ¿Y has visto la Extremadura? ¿Y entonces por qué sabes que hay la Extremadura?...»

El descrédito de Martinán, como el de los grandes filósofos alemanes, procedía de que no siempre lograba ponerse al alcance de las inteligencias vulgares. Como Kant y Hegel solía abroquelarse detrás de un tecnicismo extraño, incomprensible, bárbaro, que á muchos hacía reir y á otros indignaba.

Martinán era un hombre famoso y popular, no sólo en la parroquia, sino en todo el valle de Laviana. Y aun no diríamos mentira si afirmásemos que su fama se extendía á los concejos limítrofes de Sobrescobio y Langreo. Nadie recordaba haberle visto triste jamás.

Como un clavel de la Italia manifestó gravemente Martinán, abriendo una boca de á cuarta para bostezar y haciendo la señal de la cruz sobre ella. ¿Y Clavel, cómo está? preguntó otro aludiendo á su esposa, que como ya sabemos todos conocían por este nombre qué el propio Martinán le había puesto. ¡Esa, como una rosa de Alejandría!

Martinán, que por la mañana pensaba lo mismo y quiso discutir con D. Félix, ahora había dado la vuelta. Espíritu dialéctico ante todo y aficionado á las batallas intelectuales por el placer que esto le producía y los triunfos que alcanzaba, jamás veía aparecer en el horizonte una idea, una opinión cualquiera, que no desprendiese de su carcaj una saeta para encajársela. Todos contra él.

Quino hizo lo mismo al par de Eladia. Resuelto ya desde aquella tarde á favor de la sobrina de Martinán el pleito que hacía tiempo ardía en su cabeza, festejábala empleando en ello todos los recursos de su claro ingenio. Maestro consumado en el arte de galantear, tenía á la pobre zagala suspensa de sus discursos artificiosos, confusa y ruborizada.

En cambio, pocos eran los mozalbetes de la capital que no supiesen de memoria algún párrafo del célebre folleto, no para admirar su entonación severa y su lenguaje profético, sino para tornarlos en irrisión. ¡Á tal punto de vituperable impudencia y frivolidad había llegado la juventud asturiana! Martinán el tabernero no se daba por vencido. Jamás había llegado el caso.

Bien, bien, ¿qué quieres decir con eso? Arrea un poco. ¡Ten paciencia, hombre, ten paciencia! Verás qué pronto todo lo que has dicho se lo lleva el viento. ¡Martinán, eres un burro! volvió á gritar el borracho recalcitrante desde su rincón. Martinán se volvió tranquilamente hacia él y le dijo: Si soy un burro, mándame mañana una fanega de cebada y te daré las gracias.

Hasta sus mismos compañeros de trabajo les hablaban con cierto cuidado. Todo el mundo sabía que ambos habían estado en presidio, que eran insolentes, agresivos y que tanto les importaba sacar las tripas á un hombre como matar una gallina. Sólo Martinán les hablaba con libertad filosófica.

Vivía con este matrimonio una sobrina, aquella Eladia simpática que ya conocemos. No sufría por cierto con tanta paciencia los rigores y asperezas de su tía. Respondía á veces de mal talante; había disputas frecuentes, gritos, amenazas y hasta golpes. Costábale á Martinán mucho trabajo poner paz entre ellas.