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En las dos cabeceras del salón ardían enormes troncos de encina dentro de sendas chimenas con retablos de roble tallado, cuyos adornos casi llegaban al techo. Todos los manjares que estaban sobre la mesa habían venido de París acompañados de una comitiva de criados y marmitones. Se exceptuaba el pescado, que procedía del Cantábrico, y un pudding llegado por la tarde de Londres.

Al fin se terminaron las obras y el luto; invadieron la nueva casa mueblistas y tapiceros; llenáronse suelos, paredes y techos de ricas alfombras, de espejos colosales, de cuadros y tapices valiosísimos, de arañas estupendas y de muebles caprichosos; llovieron esculturas y monigotes por todos los rincones y tableros de mesas y veladores; atestáronse de primorosas y artísticas vajillas los aparadores del comedor, que era un bosque de roble tallado y un bazar de porcelanas, bronces y cristalería, tapizado de cuero cordobés; no quedó cortinón de vestíbulo ni de puerta de tránsito sin su correspondiente escudo nobiliario; y cuando ya estuvo todo en su punto y sazón, y la servidumbre arreglada a las exigencias del nuevo domicilio, y cada criado en su puesto y convenientemente vestido, y la cocina humeando, con su jefe bien enmandilado y mejor retribuido, con su traílla de marmitones y ayudantes, en un lujoso landó, arrastrado por dos briosos alazanes ingleses, y conducido por un cochero colosal, envuelto el cuerpo en un océano de paño gris, y media cara y los hombros en otro mar de pieles erizadas, guantes por el estilo y alto sombrero con cucarda por coronamiento de esta silueta de oso polar, llevando a su izquierda, como su reflejo en más reducidas proporciones, el correspondiente lacayo, se trasladó la familia al flamante albergue, dejando en el otro lo poco que quedaba de los ya casi borrados recuerdos que habían sido la disculpa de la mudanza, y hasta el polvo de las suelas del calzado.

La cocina podría albergar un ejército de marmitones; sólo las cacerolas y los peroles de cobre vigorosamente frotados ponen en ella una nota alegre que continúa la cocinera, reluciente como una alhaja. Aquel es el domicilio de Celestina, su triunfo, su admiración, su gloria, el orgullo y el amor de su vida.

En la época de la navegación miserable, cuando el capitán hacía esfuerzos por conseguir nuevos ahorros, Caragòl vigilaba especialmente la gran alcuza de su cocina. Sospechaba que los marmitones y los marineros jóvenes se atusaban el pelo para hacer el majo empleando el aceite como pomada.

Un toque de silbato particular, repetido por el contramaestre, hizo aparecer como por encanto a los cincuenta y dos hombres y a los cinco marmitones que componían la tripulación de El Gavilán, y que se colocaron en dos filas, con la cabeza alta, la mirada fija y las manos colgando. Aquellas buenas gentes no tenían el aire cándido y puro de un joven seminarista, ¡oh no!

Cuando anclaban en puertos de pesca abundante, acometía la magna obra de guisar un arroz abanda. Los marmitones llevaban á la mesa del capitán la olla donde habían hervido los pescados mantecosos, revueltos con langostas, almejas y toda clase de mariscos. El se reservaba el honor de ofrecer la gran fuente con su pirámide de arroz dorado y suelto.