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Dotado por la Naturaleza de elegancia, apostura y distinción, había recibido de su padre un apellido glorioso, cuyos méritos contraídos cerca de la monarquía habíanse acrecentado en las guerras del Imperio, y una fortuna que pasaba de millón y medio, confiada a la intachable administración del doctor Avrigny, uno de los médicos más renombrados de la época y amigo íntimo y muy antiguo de la familia de Leoville.

Basta, amigo mío; a tal promesa cerraré de hoy más mis ojos y mis oídos. Por mi parte no puedo menos de agradecerle que me haya llamado con toda confianza y elegido para encargarme la misión de acabar con las audacias de un impertinente. ¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir? Tengo el honor de saludarle, señor conde dijo Amaury, haciéndolo gravemente. Perdone usted, Leoville.

Leoville, que aquel día habría contribuido de buen grado a hacer dichoso a todo el mundo, ordenó que le hiciesen entrar en seguida y le recibió sonriente. Felipe, en cambio, entró muy serio y con aire grave y acompasado. Aún cuando era muy temprano, pues no habían dado las nueve, vestía de rigurosa etiqueta.

Caballero, tengo el honor de pedirle la mano de su sobrina la señorita Antonia de Valgenceuse. Y yo a mi vez, caballero contestó el doctor tengo el honor de invitarle a usted a la boda de mi sobrina, la señorita Antonia de Valgenceuse, con el conde Amaury de Leoville, la cual habrá de celebrarse a fines de este mes.

Cuando el joven pudo hablar, ya algo más tranquilo, después que por sus pálidas mejillas corrieron a raudales las lágrimas, dijo: Perdónenme ustedes si aumento su dolor con la expansión del mío. ¡Si supieran lo que sufro!... El anciano se sonrió con tristeza. ¡Pobre Amaury! dijo en voz baja Antoñita. Ya estoy sereno agregó Leoville.

Antonia hizo ademán de retirarse en el acto, pero comprendiendo que, si se marchaba de aquel modo, parecía rehuir la presencia de Leoville como si se sintiese pesarosa de su dicha, se detuvo y volviendo la cabeza le dijo, sonriendo de un modo encantador: ¿Es usted feliz ya, Amaury? ¡Mucho, Antoñita!

Y como esta explicación era la más razonable, a ella se atuvo Leoville. Verdad es que pronto desterró de su mente estas ideas retrospectivas. Generalmente buscan refugio en los recuerdos del pasado, los que tienen cerrado el porvenir; los que lo ven abierto ante precipítanse en él sin reflexionar jamás.

Haz lo que te plazca contestó la hija del doctor; creo que no soy yo quien debo ordenarte nada. Puedes venir conmigo, si quieres; puedes quedarte con Amaury, si eso te agrada más. Y así que hubo pronunciado estas palabras, abandonó la estancia para entrar en su tocador, haciendo un ademán de displicencia que no pasó inadvertido para Amaury de Leoville.

Leoville hizo un gesto de aquiescencia, y Auvray prosiguió: «Perdone usted, señorita, si no he sabido resistir al ardiente deseo de declararle la volcánica pasión que su sola presencia me ha inspirado: perdone mi atrevimiento, pero no podía menos de revelarle este amor que de hoy más habrá de llenar mi vida.

Hay días horribles en los que no hago cosa derecha, y hoy es uno de esos. Luzco un peinado risible y un vestido muy mal hecho: en fin, parezco un espantajo. La costurera que la ayudaba hacía vivas protestas, sin salir de su asombro. ¿, un espantajo? exclamó Leoville. ¡Calla! ¡calla!