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Igual hambre hay ahora que en mis buenos tiempos. ¡Bien, Zaratustra, muy bien! dijo Maltrana, aprovechando una pausa del viejo. Yo, señor continuó el viejo, dirigiéndose al del fielato , lo que más siento es que no veré en qué acaba todo esto. Lo del Progreso ha nacido en mis tiempos. Cuando yo era muchacho, las aguas iban por otro lado.

Su belleza espléndida estaba realzada por una grave y altiva serenidad que desconcertaba á cuantos pretendían acercarse á ella burlando, al estilo de la tierra. La hija de Pontes, el guarda del fielato, adquirió pronto renombre de hermosa y al mismo tiempo de esquiva.

¿Qué se les ofrece a ustedes? dijo con atiplada vocecilla y entonación cortés . ¿En qué puedo servirles, señores?... Sus ojos se fijaron en Coleta, e hizo un mohín de desprecio. ¡Ah! ¿Eres , borrachín?... Después saludó con la cabeza al jefe del fielato, pues era respetuoso con toda autoridad que pudiera molestarle; y al fijar los ojos en Maltrana, lanzó una exclamación de alegría.

Maltrana vio a un hombre salir de la carretera con dirección al ventorro. Es Coleta dijo el jefe del fielato . Domingo, el famoso trapero de las Carolinas. Llevaba a la espalda un saco vacío, pero él caminaba encorvado ya, como si presintiese su peso.

Le repugnaba el Carnaval madrileño, grosero y monótono, sin otros alicientes que los codazos y pisotones de la multitud, y se decidió a ir en busca de su amigo el Mosco y aprovechar de paso el viajo para hacer a su abuela una visita en su nueva casa, que era la de Zaratustra. La pobre vieja tenía deseos de hablarle, según le había a manifestado Polo la última vez que se vieron ante el fielato.

A las tres de la madrugada comenzaron a llegar los primeros carros de la sierra al fielato de los Cuatro Caminos. Habían salido a las nueve de Colmenar, con cargamento de cántaros de leche, rodando toda la noche bajo una lluvia glacial que parecía el último adiós del invierno. Los carreteros deseaban llegar a Madrid antes que rompiese el día, para ser los primeros en el aforo.

El jefe del fielato, que, libre ya de las ocupaciones matinales, seguía desde la puerta el paso de los trabajadores, llamó a un joven que venía de Madrid y le invitó a fumar un cigarro. Tiempo le quedaba de descansar: tenía el día entero para dormir.

Todos mostraban gran prisa por que les diesen entrada, azorando con sus peticiones al de la báscula y a los otros empleados, que, envueltos en sus capas, escribían a la luz de un quinqué. Los cántaros sólo contenían leche en una mitad de su cabida. Mientras unos carreteros aguardaban en el fielato, otros avanzaban hacia Madrid, con cántaros vacíos, en busca de la fuente más cercana.

El resto estaba ennegrecido por la suciedad. Cada arruga era un surco fangoso; el cuero cabelludo mostraba las púas blancas del rapado por entre las escamas de la caspa endurecida. Coleta saludó al del fielato y fijó después sus ojos en Maltrana. ¿No eres Isidro, el nieto de la Mariposa... uno que es señor en Madriz y escribe en los papeles?...

Maltrana y su amigo, temiendo que el trapero renunciase a la ida a Madrid si le convidaban otra vez, volvieron al fielato. Coleta les siguió, afirmando que no tenía prisa. Sus parroquianos se levantaban tarde. En las aceras de Punta Brava se habían establecido ya los puestos del mercadillo de los Cuatro Caminos. Los cortantes colgaban de unas vigas negras los cuartos de res desollada.