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Su belleza espléndida estaba realzada por una grave y altiva serenidad que desconcertaba á cuantos pretendían acercarse á ella burlando, al estilo de la tierra. La hija de Pontes, el guarda del fielato, adquirió pronto renombre de hermosa y al mismo tiempo de esquiva.

Pero Velázquez, ó por temor á compromisos, ó por cálculo, ó por la situación especial en que la amistad con Pontes le colocaba, no llegó á declararse abiertamente. Se mantenía en actitud equívoca. Cuando se hallaban solos la dejaba ver lo mucho que le gustaba, pero siempre con la salida abierta para retirarse en cuanto le conviniese. En presencia de gente seguía tratándola como antes.

Tardó en comprenderlo el guapo; pero recordando al fin, salió del atolladero lo mejor que pudo, aunque sin entregarse. Así se hallaban las cosas cuando un suceso inesperado y terrible vino á cambiar su faz por completo. Pontes, viendo cruzar desde la casilla un hombre que le pareció sospechoso aunque no llevase carga alguna, le ordenó detenerse.

Nobleza les sobra para ello por los cuatro costados, pues así los Juárez, como los Zapatas, y los Delgados y Pontes, son de lo más alcurniado de Andalucía. Los Pontes tienen una puente sínople sobre gules, y cuarteles de azur y oro...

Si á un parroquiano le saltaba el botón de la camisa, mientras se lo cosía, enterábale con orgullo de que Velázquez no gastaba camisas de algodón como aquélla, sino de hilo puro que le costaban tres duros cada una. Sus botas, sombrero, reloj, etc., eran para la hija de Pontes objetos preciosos que no podía tocar sin amor y veneración. Velázquez se dejaba querer sin sorpresa.

El hombre, que ocultaba en los bolsillos algunas barras de jabón, se dió á la fuga. Como eran las dos de la tarde, Pontes no pensó en hacer uso del fusil y corrió detrás de él, seguro de alcanzarle ó por lo menos de hacer que le detuviesen. Sucedió, en efecto, lo primero. El guarda tenía admirables piernas; cerró la distancia y pronto llegó á tocarle. ¡Date! ¡date ó te mato!

Los caballeros no desdeñaban alternar con él. Los artesanos, á cuya clase pertenecía, le respetaban como su ideal: era la encarnación de sus gustos y deseos. Pontes, con quien había trabado amistad hacía algunos años, le adoraba.