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, signore era toda su respuesta, cada vez que yo hacía una pausa. Sus botines estaban en un estado lastimoso, todos rotos, y le hacía inmensa falta una muda de ropa limpia; pero, sin embargo, de uno de los bolsillos asomaba un paquetito de toscani, esos cigarros largos, delgados y de a un penique, que tan predilectos son para el paladar italiano.

Leeds no se lo concediese, levantó el paño y buscó los espejos que esperaba debía haber entre los piés. Ben Zayb soltó una media palabrota, retrocedió, volvió á introducir ambas manos debajo de la mesa agitándolas: se encontraba con el vacío. La mesa tenía tres piés delgados de hierro que se hundían en el suelo. El periodista miró á todas partes como buscando algo.

Había sin embargo uno que parecía estraño á tanto afan, á tanta curiosidad. Era un hombre alto, delgado, que andaba lentamente arrastrando una pierna rígida. Vestía una miserable americana color de café y un pantalon á cuadros, sucio, que modelaba sus miembros huesudos y delgados.

Aquellos salvajes eran todos altos y membrudos, y a primera vista parecían negros africanos; pero mirados despacio se advertía que su piel era de un tinte aceitunado y sus facciones más finas que las de aquéllos; pues tenían narices regulares y no achatadas, labios delgados, bocas pequeñas y rostros ovalados.

Había allí árboles innumerables, de infinidad de especies: unos altos, rectos, enormes, que desplegaban su ramaje a doscientos y más pies del suelo; otros, más bajos, nudosos, curvados a derecha o izquierda, y otros, en fin, delgados y raquíticos de tronco, pero de follaje gigantesco, compuesto de hojas de lo menos veinte pies de largo por tres o cuatro de ancho.

No, señora: allí estaba ese caballero tan fino que la acompaña algunas mañanas; ese que es de la familia de los Delgados, paisanos de usted. Ya... Frasquito Ponte. Figúrate si lo conoceré. Es de mi tierra, o de Algeciras, que viene a ser lo mismo.

Sus mejillas, hundidas, estaban surcadas de arrugas; pero en su boca, más bien grande que pequeña, había firmeza y brío, y sus labios delgados se plegaban con gracia, prestando animación a toda la fisonomía y dejando ver dos hileras de dientes blancos, sanos y bien puestos. La nariz de don Braulio, aunque no deforme, era un si es no es acaballada o de pico de loro.

Su cara se puso blanca, sus delgados dedos nervudos se agitaron de nuevo y la contorsión que estremeció las comisuras de su boca, demostraron cuán profunda e intensa había sido la impresión que le había producido la mención de su sobrenombre. ¡Ah! exclamó. Blair me ha traicionado, entonces me ha jurado en falso, después de todo. ¿Eso les dijo a ustedes, eh? ¡Muy bien!

Abajo, un pequeño patio con pavimento de losas húmedas, como si cayese en ellas con frecuencia un chaparrón de cubos de agua. Sobre las losas, un monigote de abultado tronco y brazos y piernas delgados, esqueléticos, contraídos por grotesca actitud.

Era Encarnación Guillén la vieja más acartonada, más tiesa, más ágil y dispuesta que se pudiera imaginar. Por un fenómeno común en las personas de buena sangre y portentosa salud, conservaba casi toda su dentadura, que no cesaba de mostrarse entre su labios secos y delgados durante aquel charlar continuo y sin fatiga.