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El anciano, estrechando mi mano, me habló de hombre a hombre. He conocido a muchos Elsberg dijo. Y ¡suceda lo que quiera, usted se ha portado como buen Rey y como un valiente; y también como el más galante caballero de todos ellos. Sea ese mi epitafio dije, el día en que otro ocupe el trono de Ruritania. ¡Lejano esté ese día y no viva yo para verlo! exclamó Estrakenz, contraídas las facciones.

Para engañar al enemigo dispuse que aquella noche iluminasen vivamente todas las habitaciones de mi residencia, como si diera en ella una gran fiesta, congregando al efecto a muchos de nuestros amigos y mandando que la música tocase toda la noche. Estrakenz era uno de los que debían de hallarse allí, con encargo de hacer todo lo posible para que la Princesa no notase mi partida.

Como si esto no bastase, mis celosos consejeros, el Canciller y el general Estrakenz se presentaron en Zenda, instándome a que designase día para la solemnización de mis esponsales, ceremonia que en Ruritania es casi tan obligatoria y sagrada como el matrimonio mismo.

¿Por qué este cambio, General? pregunté. Estrakenz se mordió el cano bigote. Es más prudente, señor murmuró. Inmediatamente detuve mi caballo. Sigan andando los que me preceden mandé, hasta llegar a cincuenta varas de ; y usted, General, y el coronel Sarto, esperarán aquí con el resto de la escolta hasta que yo también me haya adelantado otras cincuenta varas.

Discutieron algunos minutos, cedió Sarto, envió un destacamento mandado por Berstein al palacio de Tarlein en busca del general Estrakenz, y el resto de la fuerza atacó furiosamente la gran puerta del castillo. Resistióles ésta unos quince minutos y cayó por fin, en el momento mismo en que Antonieta disparaba su revólver contra Ruperto.

Recordé a Sarto, al general Estrakenz, al cardenal con su ropaje púrpura; vi luego el rostro de Miguel el Negro y por último la esbelta figura de la Princesa. Permanecí largo tiempo absorto en mis recuerdos, hasta que mi hermano me puso la mano sobre el hombro, mirándome fijamente. La semejanza, como ves, es grande le dije. Creo que no debo de ir a Ruritania.

El general Estrakenz murmuró Sarto, haciéndome saber así que me hallaba en presencia del más famoso veterano del ejército de Ruritania. Detrás del General se hallaba un hombrecillo que vestía amplio ropaje rojo y negro. El Canciller del Reino murmuró Sarto. El General me saludó con algunas leales palabras y en seguida me presentó las excusas del duque de Estrelsau.

Allí lo habían conducido, cubierto el rostro, desde su prisión subterránea y allí se había dado orden de llevarme sigilosamente tan luego me encontrasen. También se despachó un mensajero al palacio de Tarlein, con encargo de anunciar al general Estrakenz y a la Princesa, que el Rey se hallaba en salvo y deseaba conferenciar con el General sin pérdida de momento.

Presenta tus excusas en la forma más fría y ceremoniosa que sepas. ¿Es decir que te consideras suficientemente fuerte para desafiar la cólera de Miguel? me dijo con orgullosa sonrisa. Nada hay que yo no esté dispuesto a hacer por tu propia seguridad fue mi contestación. Poco después me separé de ella, no sin esfuerzo, y tomé el camino de la casa del general Estrakenz, sin consultar a Sarto.

Estrakenz insistía en la necesidad de mi inmediato matrimonio, al cual me impulsaban también mis deseos, hasta el punto de hacerme vacilar en la senda del deber. No me creía capaz de faltar a éste, pero podía ocurrírseme huir, abandonar el país, lo cual hubiera significado la ruina de los Elsberg. Jamás había ocurrido caso semejante en la historia de ningún pueblo.