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Galopamos de nuevo, logrando mantener la misma distancia entre nosotros y los que sin duda nos perseguían. Habíamos llegado al bosque de Zenda y a la media hora nos hallamos en una bifurcación del camino. Sarto detuvo su caballo. El sendero de la derecha es el nuestro dijo. El de la izquierda conduce al castillo y ambos son de unas tres leguas. Desmonte usted. ¡Pero nos alcanzarán! exclamé.

Y una vez más contesté: No, amor mío. Y sin embargo, existía un hombre no Miguel, que debía de separarme de ella y por cuya vida iba yo a arriesgar la mía. A dos leguas de Zenda y por la parte opuesta de aquella donde se alza el castillo, queda un extenso bosque.

Sentí la diestra de Sarto sobre mi hombro y que decía, con turbada voz: ¡Por Dios vivo! Es usted más Elsberg que todos ellos. Pero yo he comido el pan del Rey y mi deber es servirle. ¡Iremos a Zenda! Le miré y tomé su mano. Ambos teníamos lágrimas en los ojos. Asaltábame una tentación terrible. Quería que Miguel, obligado a ello por , diese muerte al Rey.

Sin embargo, estoy seguro de que nunca le faltará media hora para venir a verte. ¿ lo quieres? No mucho, señor. ¿Pero quieres servir al Rey? , señor. Pues entonces, mándale a decir que le esperas junto a la gran piedra que hay en el camino de Zenda al castillo, a la salida del pueblo, mañana a las diez de la noche. ¿Piensa usted hacerle algún daño, señor? Ninguno, si hace lo que yo le ordene.

Subía el carruaje de la princesa Flavia el pendiente camino del castillo, con el General cabalgando al estribo y rogándole todavía que volviese a Tarlein, a tiempo que Federico y el supuesto prisionero de Zenda llegaban al lindero del bosque. Al recobrar el sentido me puse en marcha, apoyado en el brazo de Federico, y próximos ya a salir del bosque vi a la Princesa.

La columna mandada por Sarto salió de Tarlein a media noche y tomó por la derecha un camino poco frecuentado que no pasaba por el pueblo de Zenda.

Eran las cinco y a las doce volvería a convertirme en Rodolfo Raséndil, transformación a la cual me referí chanceándome. Y afortunado será usted comentó Sarto, si a las doce no es el finado Roberto Raséndil. ¡Vive el cielo! No sentiré mi cabeza segura sobre los hombros mientras se halle usted en la ciudad. ¿Sabe usted, amigo Raséndil, que el duque Miguel ha recibido hoy noticias de Zenda?

Una vez solos nos saludamos de nuevo como verdaderos amantes y en seguida me presentó dos cartas. Era una de Miguel el Negro, invitándola cortésmente a pasar el día en el castillo de Zenda, como tenía por costumbre hacerlo una vez cada verano, cuando el parque y los jardines del castillo ostentaban toda su belleza.

Resolví, pues, detenerme en Zenda, pequeña población a quince leguas de la capital y a cinco de la frontera. El tren en que yo iba, llegaba a Zenda aquella noche; podría pasar el día siguiente, martes, recorriendo las cercanías, que tenían fama de muy pintorescas, dando una ojeada al famoso castillo e ir por tren a Estrelsau el miércoles, para volver aquella misma noche a dormir a Zenda.

Se lo enviaron probablemente antes de que llegase a Zenda la noticia de la presencia de usted en Estrelsau; porque supongo que el mensaje lo mandaron de Zenda. ¡Y lo ha llevado encima todo el santo día! exclamé. Bien puedo decir que no soy el único que ha pasado un día de prueba. ¿Pero qué pensaría él de todo esto, Sarto? ¿Qué nos importa? Pregunte usted más bien qué es lo que piensa ahora.