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Tomaba yo el último sorbo de mi taza de café cuando se oyeron los alegres tañidos de las campanas en toda la ciudad, y poco después llegaron a mis oídos los acordes de una banda de música y las primeras aclamaciones de la multitud. ¡El rey Rodolfo V se hallaba en su leal ciudad de Estrelsau! ¡Viva el Rey! gritaba el pueblo fuera de la estación. ¡Dios proteja a nuestro Soberano!

Consumido éste y al parecer satisfecha mi contemplación estética, me quedé profundamente dormido, sin cuidarme para nada del tren que debía de llevarme a Estrelsau ni de la rapidez con que iban deslizándose las horas de aquella tarde. Pensar en trenes en aquel lugar hubiera sido un sacrilegio.

Sarto siguió apuntándole, con expresión tan dolorida en el rostro que me costó trabajo no soltar la carcajada. Permanecimos allí diez minutos más. Ya lo ha oído usted dijo Sarto. Le han mandado a decir que «todo va bien.» ¿Y qué quieren decir con eso? pregunté. ¡Dios sabe! contestó Sarto frunciendo el ceño. Pero es innegable que el mensaje le ha hecho venir de Estrelsau en la mayor incertidumbre.

¡Que se ha quitado la barba! exclamó la madre. ¿Quién te lo ha dicho? Juan, el guardabosque del Duque, que ha visto al Rey. ¡Ah, ! El Rey, señor mío, está de cacería en una posesión que tiene el Duque, ahí en el bosque; de Zenda irá a Estrelsau para la coronación el miércoles por la mañana.

La desgraciada mujer, impulsada, según creo, por verdadero afecto al duque de Estrelsau, no menos que por la brillante perspectiva ofrecida a su ambición, había seguido al Duque, a petición de éste, de París a Ruritania. Era Miguel hombre de violentas pasiones, pero de voluntad más poderosa todavía.

Quizás volvió a decir Sarto. ¡Vamos a Estrelsau! Mire usted que si seguimos aquí nos van a coger como en una ratonera. ¡Sarto! exclamé. ¡voy a intentarlo! ¡Bien, joven, bien! Ahora sólo falta que nos hayan dejado los caballos que tenía aquí de repuesto. Voy a ver. Pero tenemos que dar sepultura a ese infeliz dije. No hay tiempo para eso. Pues he de hacerlo. ¡El demonio me lleve! gruñó.

Desde luego, por muy alto que piquen los Raséndil, el mero hecho de pertenecer a esa familia no justifica la pretensión de consanguinidad con el linaje aun más noble de los Elsberg, que son de estirpe regia. ¿Qué parentesco puede existir entre Ruritania y Burlesdón, entre los moradores del palacio de Estrelsau o el castillo de Zenda y los de nuestra casa paterna en Londres?

Encontré a la condesa Elga cogiendo flores en el jardín y le rogué que ofreciese las mías a su señora. La amada de Tarlein parecía radiante de felicidad, olvidada por el momento del odio que el duque de Estrelsau profesaba al predilecto de su corazón, único obstáculo que hasta entonces había empañado la dicha de ambos amantes.

, la señora de Maubán está allí dije con toda calma. Pero no creo que Raséndil... ¿es ese el nombre? El Duque no tolera rivales murmuró. Tiene usted razón repuse con absoluta sinceridad. Pero la suposición esa implica un grave cargo. Iba el prefecto a excusarse, pero sin darle tiempo le dije casi al oído: El asunto es serio. Vuelva usted a Estrelsau...

Su Alteza el duque de Estrelsau me ordenó presentar este frasco al Rey cuando hubiese gustado ya otros vinos menos añejos, y suplicarle que lo bebiera en prenda del cariño que le profesa su hermano. ¡Bravo, Miguel! exclamó el Rey. ¡Destápalo pronto, José! ¿Pues qué se ha creído mi caro hermano? ¿Que me iba a asustar una botella más? Destapado el frasco, José llenó el vaso del Rey.