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Aquí había llamado su atención un personaje de ademanes majestuosos y aspecto excesivamente brillante, con sombrero hongo, pero de seda gris bien peinada, gabán de color de miel con bocamangas de terciopelo del mismo tono y guantes y zapatos blancos.

Jamás había pasado el pacífico portero de Villamelón susto tan tremendo como el que le tenía reservado el señor gobernador de Madrid para aquel día memorable, 26 de junio... Eran las diez de la mañana, y Baltasar, sin haberse vestido aún la larga librea azul, con anchas franjas en las bocamangas y cuello, cubiertas de escudos heráldicos, limpiaba cuidadosamente el polvo a las soberbias arcas florentinas, los enormes sitiales antiguos y las armaduras de brillante acero que adornaban el vestíbulo.

Restos de sillas de manos pintadas y doradas; farolillos con que los pajes alumbraban a sus señoras al regresar de las tertulias, cuando no se conocía en Santiago el alumbrado público; un uniforme de maestrante de Ronda; escofietas y ridículos, bordados de abalorio; chupas recamadas de flores vistosas; medias caladas de seda, rancias ya; faldas adornadas con caireles; espadines de acero tomados de orín; anuncios de funciones de teatro impresos en seda, rezando que la dama de música había de cantar una chistosa tonadilla, y el gracioso representar una divertida pitipieza; todo andaba por allí revuelto con otros chirimbolos análogos, que trascendían a casacón desde mil leguas, y entre los cuales distinguíanse, como prendas más simbólicas y elocuentes, los trebejos masónicos: medalla, triángulo, mallete, escuadra y mandil, despojos de un abuelo afrancesado y grado 33..., y una lindísima chaqueta de grana, con las insignias de coronel bordadas en plata por bocamangas y cuello, herencia de la abuela de don Manuel Pardo, que según costumbre de su época, autorizada por el ejemplo de la reina María Luisa, usaba el uniforme de su marido para montar diestramente a horcajadas.

El padre admiró el pequeño retazo de oro en las bocamangas del capotón gris con los faldones abrochados atrás, examinando después el casco azul obscuro de bordes planos adoptado por los franceses para la guerra de trincheras. El kepis tradicional había desaparecido. Un airoso capacete, semejante al de los arcabuceros de los tercios españoles, sombreaba el rostro de Julio.

Precedidos por un hombre rubio y flemático con galones plateados en las bocamangas y la gorra, iban los tres visitantes por entre las máquinas enclavadas en el fondo de este espacio cuadrangular. Las paredes subían lisas, iguales, sin una ventana, sin el menor resquicio, unidas por las diversas galerías y la plataforma.

La mano va cubierta de un guante cuya rigidez acusa el relieve de algo duro y mecánico. La otra mano se apoya en un garrote, y una pipa humea en su boca. Sobre sus bocamangas casi se confunde con el color de la tela un breve y único galón de oficial. Diez meses y veinte días dice Toledo que Su Alteza salió de aquí... ¡Qué de cosas han ocurrido!