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Yo quiero panderetas, yo quiero cascabeles, quiero trinos de pájaros y ruido de caireles, yo quiero la alegría de los días de sol, quiero la chillería de la niñez dichosa, y en medio del concierto de este bullicio humano una salva de aplausos por mis primos hermanos. Ya sólo falta un acto, Y ese os toca a vosotros concluir.

En bateles del país, empavesados con vistosos gallardetes y flámulas multicolores, y defendidos de los ardores del sol por elegantes toldos, los convidados fueron a tierra, donde había para las damas dos soberbios palanquines llevados por robustos negros; para Morsamor y Tiburcio, hermosos caballos árabes ricamente enjaezados; y para el piloto, el comisionista y el fraile, sendos pollinos tordos y lustrosos, con primorosas albardas, de las que pendían caireles y flecos de seda y con las cabezadas y jáquimas de seda también, alegrando los oídos el sonar de los cascabeles de plata que había en los pretales, y alegrando la vista los relucientes y airosos penachos que descollaban muy por cima de las largas y puntiagudas orejas.

La muleta pasó sobre los cuernos, y éstos rozaron las borlas y caireles del traje del matador, que siguió firme en su sitio, sin otro movimiento que echar atrás el busto. Un rugido de la muchedumbre contestó a este pase de muleta. ¡Olé!... Se revolvió la fiera, acometiendo otra vez al hombre y a su trapo, y volvió a repetirse el pase, con igual rugido del público.

como, con dichosa y amarga lucidez, ha escrito Manuel Machado. Ser un gran poeta equivale, pues, a ser un gran infortunado. Mercurio tiene el oro guardado en la caja de su trastienda. El amor de las mujeres hermosas, la admiración de la multitud es en España para esos muñecos emocionantes vestidos de oro que saben sonreír cuando la Muerte les roza los caireles.

Misia Casilda esperó a que saliera: después, fué derechamente a su cuarto y abrió el venerable armario de caoba; en el fondo del estante mediano había una caja de sándalo... Sentada en una silla baja, empezó a escarbar en la cajita misteriosa: dos onzas de oro de Carlos IV; un par de caravanas de brillantes y perlas, recuerdo de su madre; un anillo con amatista; el reloj de don Aquiles; botones de puño; prendedor de caireles con azabache...

Seguían luego, a caballo también, los trompeteros y los músicos tocando clarines y chirimías. Trescientos palafreneros, vestidos de seda, llevaban de la rienda otras tantas briosas y bellísimas alfanas, ricamente enjaezadas con gualdrapas y paramentos de brocado y caireles de oro. Iba en pos vistosa turba de pajes y de escuderos.

Cubierta sólo de aquel velo amarillo, cuyos caireles tocaban el suelo, Aixa plantose en el fondo de la cuadra con las manos en las caderas, los codos en alto, la cabeza hacia atrás. Dos rosas rojas ardían como llamas sobre sus cobrizos cabellos. Su cuerpo comenzó a quebrarse hacia uno y otro lado con lenta contorsión. Un gesto a la vez lastimero y anhelante agrandaba su gruesa boca palidecida.