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Actualizado: 25 de julio de 2025
Ni siquiera volvía atrás los ojos para romper más pronto con un pasado que me exasperaba. Y si hubiera podido deshacerme de mis recuerdos del colegio tan de prisa como me despojaba del uniforme, hubiera tenido seguramente en aquel momento, una incomparable sensación de independencia y de virilidad. Y ahora me preguntó mi tía algunas horas después, ¿qué piensas hacer? ¿Ahora? le repliqué.
«Sí, sentía que dentro de su cuerpo había algo que hacía crac de cuando en cuando. Había polilla por allá dentro. Y lo que él temía no era la enfermedad por la enfermedad, la vejez por la vejez; no; era buen soldado del amor, héroe del placer, sabría morir en el campo de batalla. Su inquietud era por otro motivo. Morir, bueno; pero decaer y decaer en presencia de Ana era horroroso; era ridículo y era infame. Sí; él faltaba a su juramento envejeciendo, perdiendo fuerzas. Recordaba con escalofríos épocas pasadas en que decadencias pasajeras, producidas por excesos de placer, le habían obligado a recurrir a expedientes bochornosos, buenos para referirlos entre carcajadas en el Casino, a última hora, a Paco, a Joaquín y demás trasnochadores, para referirlos después de pasados, cuando el vigor volvía y ya las trazas cómicas no eran necesarias; pero expedientes odiosos como la miseria y sus engaños. Aquel fingir juventud, virilidad, constancia en el amor corporal, parecíale a don Álvaro semejante a los recursos de la pobreza ostentosa que describe Quevedo en el Gran Tacaño.
Es ese, indudablemente, el principal secreto de la fabulosa prosperidad americana; el cuerpo se desarrolla en toda la intensidad de que es susceptible, el espíritu toma el aplomo y equilibrio característico de los yanquis, y cuando llegan a la virilidad, hace luego largo tiempo que son hombres. En cuanto a la mujer, no hay parte alguna del mundo en que sea más respetada.
Cuando se tropezaban en la puerta, D. León le miraba desde lo alto de su clasicismo y le decía sonriendo: bon jour monsieur, con acento que rebosaba de ironía. «Estos franchutes, decía al tiempo de sentarse, son todos afeminados; no sirven más que para tenores y bailarines.» Amaba la virilidad y la energía en sus discípulos y gustaba de que tuviesen rasgos de independencia, aunque fuese a expensas de la disciplina: cuando un muchacho sufría impasible los golpes y se negaba por terquedad a ejecutar cualquier cosa, esto era lo que le encantaba a don León. «¡Bien, hombre, bien! exclamaba, así me gusta; los hombres no deben llorar aunque se vean con las tripas en la mano; has faltado a la obediencia pero has sufrido el castigo con entereza; a tí no te hubieran arrojado en Esparta de la roca como a otras mujerzuelas que hay en la clase!» Y echaba miradas de soberano desdén a ciertos individuos.
Otros buenos mozos, de aire arrogante, que parecían proclamar en sus ojos atrevidos el orgullo de su virilidad, entretenían alegremente al espada con el relato de sus aventuras. En las mañanas de sol iban de cacería a la Castellana, a la hora en que las institutrices de casa grande sacan a pasear a los niños.
Y cuando un ser cuya razón empieza a desarrollarse bajo nuestra influencia es una niña, todo cuidado es poco, porque de la niña se hace la mujer, la madre de familia, y la madre de familia, mal que les pese a los que niegan toda participación a la mujer en el desarrollo social, es la que siembra el fruto que ha de coger la sociedad: formad buenas madres de familia, y habréis formado una generación llena de virtud, de entusiasmo, de valor, de abnegación, de amor patrio, de virilidad, de grandeza: los hijos son la madre: si la madre es buena, el hijo es bueno; pero si la madre ha dado a sus hijos el pernicioso ejemplo de las discordias domésticas, la falta de sufrimiento y de abnegación, el escándalo continuo, el repugnante espectáculo de preferencias odiosas respecto a este o al otro de sus hijos; si esos jóvenes corazones no han tenido ningún buen ejemplo que imitar; si sólo han debido a su madre un amor indiscreto y caprichoso, caricias exageradas, castigos inmotivados, se pervierten, se desnaturalizan embotando o perdiendo todos sus buenos instintos y constituyendo un ser artificial formado por una mala educación. ¡Oh! ¡Las madres! ¡Las madres!
En las poblaciones helénicas de que surgieron las repúblicas griegas y la romana, como en las tribus germanas, la virilidad individual por la fuerza, el talento y la salud, era un desideratum nacional, el valimiento actual pesaba más que el mérito ancestral, y la religión era un auxiliar del estado, en categoría tan secundaria, que los héroes semidioses de la mitología griega provienen del campo de la acción laica, a diferencia de la civilización cristiana, en la que provienen del campo de la acción religiosa; a diferencia también de la civilización moderna, en la que provienen del campo de la acción política, social, científica y educacional.
Aquel sombrío vividor de insaciables apetitos, entregado a una crápula obscura y misteriosa, atravesaba el último torbellino de sus tempestuosos deseos. La virilidad, al sentir la cercanía de la vejez, antes de declararse vencida, ardía en él con más fuerza, y el poderoso jefe se abrasaba en el postrer destello de su animalidad exuberante. Era una puesta de sol que incendiaba su vida.
Las religiones fueron para él invenciones humanas, sometidas a las condiciones de existencia de todo organismo, con su infancia generosa, capaz de ciegos sacrificios, su virilidad absorbente y dominadora, en la que las antiguas dulzuras se convierten en imposiciones autoritarias del poder, y su vejez irremediable, con una lenta agonía que hace que el enfermo, adivinando su próximo fin, se agarre a la vida con el ansia de la desesperación.
Su juventud revelábase únicamente en la cara mofletuda, de labios carnosos y salientes, sobre los cuales la virilidad sólo había trazado un ligero bigote. El cabello se ensortijaba en la frente formando un rizo apretado, un moñete al que llevaba con frecuencia su mano carnosa.
Palabra del Dia
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