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Actualizado: 19 de julio de 2025


En las poblaciones helénicas de que surgieron las repúblicas griegas y la romana, como en las tribus germanas, la virilidad individual por la fuerza, el talento y la salud, era un desideratum nacional, el valimiento actual pesaba más que el mérito ancestral, y la religión era un auxiliar del estado, en categoría tan secundaria, que los héroes semidioses de la mitología griega provienen del campo de la acción laica, a diferencia de la civilización cristiana, en la que provienen del campo de la acción religiosa; a diferencia también de la civilización moderna, en la que provienen del campo de la acción política, social, científica y educacional.

Eran señoras con hinchados guardainfantes que llenaban todo el lienzo, iguales a las damas pintadas por Velázquez. Una que emergía su busto frágil de la campana de terciopelo floreado de sus faldas, con cara puntiaguda y pálida y un lazo descolorido en las rizadas y cortas melenillas, era la hembra notable de la familia, la que habían apodado «la Greca» por su sabiduría en letras helénicas.

En las costas de Tenedos, las mujeres helénicas, con las cabelleras sueltas, arrojaban flores al mar en memoria de las víctimas, con un dolor teatral semejante al de las heroínas de la antigua Troya, cuyas murallas estaban enterradas en las colmas de enfrente.

Hallándose lejos y aisladas de todas las corrientes de la civilización antigua, y hasta que fueron puestas en contacto con ellas por la conquista romana, no entraron en la vía del progreso las poblaciones autóctonas de la Gran Bretaña, y hallándose las tribus helénicas en contacto con los egipcios y fenicios, y al mismo tiempo en aislamiento relativo por el Mediterráneo, que les permitía importar su cultura para implantarla y cultivarla en el propio suelo, bajo las propias instituciones políticas, tan semejantes a las teutónicas, en opinión de Freeman, como si procedieran de un origen común; en una situación excepcionalmente ventajosa para defenderse de los extraños y apropiarse sus adelantos, los griegos espigaron en los dominios ajenos, seleccionando los materiales existentes, para formar una nueva cultura superior a todas las concurrentes, que sus proscriptos, sus mercaderes y sus colonos llevaron al Archipiélago, a Italia, a Cartago y a Marsella, al Epiro y a la Macedonia, y los soldados de Alejandro al Asia y al Egipto.

Otras deidades más asequibles eran las del mar interno, en cuyos bordes estaban asentadas las ciudades opulentas de la costa siria, las ciudades egipcias, que enviaban á Grecia destellos de su civilización ritual; las ciudades helénicas, hogares de claro fuego que fundían todos los conocimientos, dándoles una forma eterna; Roma, dominadora del mundo; Cartago, la de los audaces descubrimientos geográficos; Marsella, que hizo participar á la Europa occidental de la civilización de los griegos, derramándola costa abajo, de factoría en factoría, hasta el estrecho de Gades.

Los peoncitos iban colocando en los postes del alambrado cráneos de vaca con los cuernos retorcidos, adorno rústico que evocaba la imagen de un desfile de liras helénicas. Por suerte, queda la tierra añadía el estanciero. Galopaba por sus campos inmensos, que empezaban á verdear bajo las nuevas lluvias.

No tardó en presentarse una zagala, ni hermosa ni limpia, que le servía para aderezarle la comida, cuidar y ordeñar su única vaca, llevar el rocín á beber y darle pienso, etc., etc. Porque nuestro hidalgo no tenía otro servidor. La huerta y la pomarada él las cuidaba con sus propias helénicas manos.

A medida que el utilitarismo genial de aquella civilización asume así caracteres más definidos, más francos, más estrechos, aumentan, con la embriaguez de la prosperidad material, las impaciencias de sus hijos por propagarla y atribuirle la predestinación de un magisterio romano. Hoy, ellos aspiran manifiestamente al primado de la cultura universal, a la dirección de las ideas, y se consideran a mismos los forjadores de un tipo de civilización que prevalecerá. Aquel discurso semi-irónico que Laboulaye pone en boca de un escolar de su París americanizado para significar la preponderancia que concedieron siempre en el propósito educativo a cuanto favorezca el orgullo del sentimiento nacional, tendría toda la seriedad de la creencia más sincera en labios de cualquier americano viril de nuestros días. En el fondo de su declarado espíritu de rivalidad hacia Europa hay un menosprecio que es ingenuo, y hay la profunda convicción de que ellos están destinados a obscurecer en breve plazo su superioridad espiritual y su gloria, cumpliéndose una vez más en las evoluciones de la civilización humana la dura ley de los misterios antiguos en que el iniciado daba muerte al iniciador. Inútil sería tender a convencerles de que, aunque la contribución que han llevado a los progresos de la libertad y de la utilidad haya sido, indudablemente, cuantiosa, y aunque debiera atribuírsele en justicia la significación de una obra universal, de una obra humana, ella es insuficiente para hacer transmudarse, en dirección al nuevo Capitolio, el eje del mundo. Inútil sería tender a convencerles de que la obra realizada por la perseverante genialidad del arya europeo desde que, hace tres mil años, las orillas del Mediterráneo, civilizador y glorioso, se ciñeron jubilosamente la guirnalda de las ciudades helénicas; la obra que aún continúa realizándose y de cuyas tradiciones y enseñanzas vivimos, es una suma con la cual no puede formar ecuación la fórmula Wáshington más

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