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Actualizado: 17 de julio de 2025
Al verla Currita, acordóse instantáneamente de la última misa celebrada en aquel recinto profanado: había sido quince años antes, estando allí mismo de cuerpo presente la vieja marquesa de Villamelón, madre de Fernandito: aún se veían a lo lejos, entre los amontonados restos del teatro, las piezas del catafalco que había sostenido su cuerpo.
Muchas damas y caballeros la siguieron, dispuestos a caer sobre las provisiones de Villamelón como una nube de langostas, y el pasmo de todos fue entonces grande... Sorprendieron al moribundo marqués en un rincón del comedor, apoyado en un trinchero de roble, zampándose en pie y a toda prisa, y mirando a todas partes azorado, una inmensa jícara de suculento chocolate, con una pirámide colosal de dorados picatostes... Pasado el primer susto, y no escuchando ya en la casa otro ruido extraordinario que el incesante ir y venir de la gente que de la calle entraba, Villamelón sintió en toda su pujanza el aguijón más terrible que podía hostigarle: ¡el aguijón del hambre!
Su cuerpo había sido gallardo y conservaba aún restos de arrogancia; mas su rostro ofrecía perfecta semejanza con el de aquel enano de Felipe IV, titulado El Primo, que retrató Velázquez y copió Goya, grabándolo al aguafuerte: tenía la misma nariz colgante, los mismos ojos tristes, el mismo bigote retorcido, la misma frente extensa y pensadora, con la sola diferencia de que Villamelón partía por medio su ya escasa cabellera con una raya que, arrancando de la raíz del pelo, llegaba hasta el cogote, formándole sobre las orejas dos pequeños cuernecitos.
Los criados, diseminados por la casa, no acudían a su llamada, y prefiriendo Villamelón los riesgos de otra muerte a la muerte de hambre, decidió al cabo levantarse y escurrirse por pasadizos y corredores hasta la misma cocina, en busca del cotidiano alimento: una vez en posesión de él, refugióse en el rincón más cercano y allí comenzó a devorarlo.
Por un lamentable descuido del jefe del orden público fueron comprendidos entre los papeles políticos incautados en las habitaciones de la señora marquesa algunas cartas importantes de índole puramente doméstica. El señor gobernador devolvió al punto caballerosamente estos papeles al señor marqués de Villamelón, comprendiendo que en asuntos conyugales sólo al marido toca hacer reclamaciones.
¡Mía!... ¡Mía!... balbuceó Villamelón; y comprendiendo que con esto soltaba el trueno gordo, pidió a la tierra que se lo tragase. Mas la tierra no tuvo por conveniente darle gusto. Currita avanzó otros dos menudos pasitos, y suavizando más y más su acento, mientras más y más se encolerizaba, añadió: ¿Pero tú le has escrito, Fernandito?... Villamelón bajó la cabeza anonadado.
Si no es eso, María, ¿sabes? dijo Villamelón con la boca llena . Digo que anda mal, porque anda en malos pasos. ¿Me entiendes? Callaron todos, metiendo las narices en el plato, y los rabillos de cada ojo fueron a fijarse en Currita, que desganada, sin duda, mondaba con suma pulcritud y esmero un hermoso albaricoque.
«Ayer decía el periódico ha sido objeto de grandes comentarios en todos los círculos la visita de la policía al palacio de los señores marqueses de Villamelón, previo auto del juez y orden del gobernador, según prescriben las leyes vigentes.
Pedro López creyó sucumbir de plétora de inspiración al dar cuenta en La Flor de Lis del gran baile de ancha base celebrado el lunes de Carnaval en casa de los excelentísimos señores marqueses de Villamelón... Hay situaciones, hay espectáculos que el hombre comprende y admira con su instinto, pero no puede describir ni comentar con su talento; en tales casos, el poeta más grande, el escritor más maestro, es el que exhala el grito más natural, la exclamación más vehemente... Por eso juzgó Pedro López la mejor manera de describir el mágico baile estampar al frente de una cuartilla un «¡¡¡Oh!!!» profundo, un verdadero do de pecho literario, y dejar todo lo demás en blanco.
Sonó después dentro del coche un ¡Berr! formidable, vehemente y angustioso, como el del que se arroja a un estanque de agua helada, y apareció al fin, uniendo aquellas extremidades, un magnífico abrigo de pieles de marta que envolvía al marqués de Villamelón, vestido de gran uniforme. Hubo un momento de pausa, en que Fernandito daba pataditas en el suelo, diciendo con gran impaciencia: ¡Vamos!...
Palabra del Dia
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