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No pudo decir más. Se ahogaba. Un estertor hizo ondular su garganta, como si por dentro de ella rodase una bola dolorosa. El príncipe tuvo que apelar á toda su fuerza para sostener este cuerpo. Sonó junto á él una voz con el mismo acento monótono y bajo que si hablase en la habitación de un moribundo. Era Valeria que también lloraba, sintiendo de nuevo el contagio de las lágrimas.

Hablando con Atilio olvidaría la irritación que le había causado la otra mujer. Pero al dirigirse al fondo del salón tuvo una nueva sorpresa. En un ángulo escasamente iluminado vió á Novoa que ocupaba un diván con Valeria, la acompañante de la duquesa. ¡Ah, embustero! Este era el que iba á pasar la tarde en Mónaco ó paseando por el camino de Niza. Tal vez esto último no era falso.

Los ojos azules de Susana alborotaban los sentidos; los ojos negros de Valeria, por dulces y serenos, inspiraban más cariño que deseo. No había entre ellas rivalidad posible. El hombre que se prendase de una no podía racionalmente enamorarse de otra.

Otro año entero siguió Valeria recibiendo los mismos cuidados que si pagasen por ella, hasta que, cuidadosas las madres de sus intereses, determinaron poner fin a una situación de que nada bueno esperaban. ¿Quién era Valeria? Lo ignoraban.

Susana, que años atrás había evitado a Valeria la desgracia de verse arrojada del colegio, y que luego la trató como a hermana, se erigió de nuevo en protectora cariñosa. «Nos casaremos el mismo día le dijo yo primero, y luego seremos padrinos de tu boda.

El coronel, ofendido por la duda, repite con energía: «Aquí esSe acuerda de que fué el único hombre que figuró en el entierro. Tres enfermeras, la señorita Valeria y él, nada más, siguieron el féretro hasta estas alturas. ¡Pobre duquesa de Delille!... Se conmueve Toledo al recordar su muerte inesperada. Lady Lewis la había enviado al frente.

Tan bien supo disimularla, que la misma interesada tomó la indiferencia por franco y declarado desvío. Susana fue la única que adivinó el doble secreto de aquellas dos almas: unos cuantos detalles bastaron a su penetración para comprender que Valeria y Pérez se querían. Convencerse de ello y formar propósito de favorecerles, todo fue uno.

Aún se acordaban muchos de su fortuna asombrosa como banquero en el Sporting-Club. Era una noche histórica. Además, sabía por Valeria que la duquesa le había hecho un buen regalo. ¡Incomparable duquesa! dijo con entusiasmo el pianista . Siempre gran señora. La pobre, en medio de su desesperación, se acordó de . «Tome usted, Spadoni, y que tenga mucha suerteMe regaló veinte mil francos.

Al mes siguiente de no recibir dinero estaban persuadidas de que Valeria no era de origen limpio y confesable, y de que su compañía pudiera constituir un peligro para las educandas que tenían familias conocidas, siempre puntuales en el pago de cuanto sus hijas gastaban.

Del niño no se habló palabra. ¿Quién había de solicitar su tutela siendo pobre? Pocas horas después, como si se hubiese esforzado en vivir hasta ultimar lo hecho, Susana moría en brazos de Valeria. Ella la amortajó y veló, pasando la noche arrodillada a los pies del cadáver. De rato en rato se levantaba para ir a ver a los niños.